Hay veces en que la memoria junto con la imaginación nos hace ver tantas cosas en tan poco tiempo que sentimos haber alcanzado la velocidad de la luz.
Algo así experimenté sosteniendo en mi mano una copa de vino esta medianoche de 2008-09.
No me di cuenta cómo surgió la imagen que me hizo preguntarme: ¿Qué pasaría esta medianoche de Año Nuevo - aquí en Vaudreuil-Dorion, Provincia del Québec - si con la intención de abrazar y felicitar a la gente, así al azar, sin conocerla, saliera yo corriendo por las calles de este pueblo donde vivo?
Abrazando y felicitando a la gente, digo, en la calle, porque hemos sobrevivido otro año, porque estamos vivos, porque podremos continuar construyendo un mundo cada vez más hermoso… (¿?), porque pertenecemos a la misma especie y en un abrazo solidario nos reconocemos como tales – quizás es lo que hacen las hormigas -, en fin, abrazarnos porque pese a las guerras, temporales, huracanes, terremotos, especuladores, cabrones con cara de defensores sociales, etc., aquí estamos, con la esperanza luminosa en nuestras pupilas… (¿?)
¿Se dan cuenta ustedes del ridículo que habría hecho yo estimulado por esos sentimientos? En primer lugar esta medianoche de 2008-2009 aquí en Vaudreuil-Dorion tenemos unos 25 grados bajo cero allí en las calles llenas de nieve, y lógicamente no habrá alma humana que esté dispuesta a desafiar el frío… Tampoco las iglesias han echado al aire sus campanas, ni el cuartel de bomberos – lo tengo casi enfrente de casa – ha hecho sonar la sirena anunciando el nuevo año.
Si yo hubiera salido corriendo por las calles, tal vez me habría visto algún automovilista:-“¡Mira, se ha escapado un loco!”
Por otra parte, en el caso de haber encontrado a alguien en la calle para abalanzarme sobre él abrazándolo con entusiasmo, probablemente me hubiera costado pasar el resto de la noche en el cuartel de policía acusado de intento de asalto en la vía pública.
“Contrevenant a tenté de voler les passants la nuit du Nouvel An” (Delincuente intentaba asaltar a pacíficos transeúntes la noche de Año Nuevo). Algo así podría haber sido el título del periódico local.
Bebí un trago de vino, pero mi memoria emotiva estaba ya lanzada sobre el pasado y no hubo manera de desviar su atención. Mi memoria se evadió un instante completamente de mi familia:
Yo, con 10-11 años de edad estaba corriendo por las calles de Chillán, mi ciudad natal (Chile), en dirección a la Plaza de Armas por allá por los años 1946-48. Noche de verano de Año Nuevo. Las campanas de la Iglesia de Las Carmelitas repicaban a mis espaldas y la sirena del cuartel de bomberos – miento, era la sirena del molino, que prestaba servicio a los bomberos en caso de incendio – sonaba lúgubre y sin embargo embriagante en aquellas noches.
No era yo solo quien corría, había mucha gente por las calles corriendo, abrazándose, así, sin conocerse: “¡Feliz Año Nuevo!”, se escuchaban los gritos. Viejos, jóvenes, niños, hombres y mujeres corríamos casi sin ninguna dirección, esquivando coches “güasquiados” (tirados por caballos) y un par de automóviles, similares en esos años a las películas de gansters. Todos hacían algún ruido: el cochero chasqueaba la huasca, los automóviles insistían con sus claxons, y yo corría y corría, pleno de abrazos.
Confieso que mis intenciones no eran sólo abrazar a diestra y siniestra, sino aprovechar el pretexto de Año Nuevo para abrazarla “a ella, la inalcanzable”, mi vecina de unos 14-15 años. Era el momento perfecto, ella no podría romper lo que parecía ser una tradición en mi ciudad.
Aunque ahora caigo en la cuenta que quizás en Chillán nos abrazábamos tan efusivamente por las calles porque éramos sobrevivientes del horrible terremoto de 1939, terremoto que había asolado la ciudad dejando miles de víctimas mortales y heridos.
Sí, quizás antes de ese fatídico año, en Chillán no se celebraba la noche de Año Nuevo de manera tan solidaria. No lo sé, no lo sé porque es la primera vez que mi memoria recuerda esas carreras emocionadas por las calles chillanejas. Cornetas, pitos, en fin, todo lo que sonara sonaba.
Pero “ella”…, ella sólo se asomaba a las penumbras del balcón de su casa. Se sabía hermosa y deseada por el barrio entero. “¡Hola!”, me atreví a decirle algún año, pero ni siquiera me dedicó una sonrisa.
Sin embargo, pese a todo, ella no pudo evitar que no sólo la abrazara en Año Nuevo, sino muchas veces fue ella misma quien me rogó un beso luego de mis triunfos deportivos internacionales… Sí, entre los años de 1946-48, fui campeón mundial del juego del emboque (un pequeño palo cilíndrico unido a través de una lienza a otra madera en forma de pequeña campana). Fueron testigos miles de espectadores, además de “ella”, quien desde las gradas se mordía las uñas rogando que yo no cometiera ningún error durante el tenso silencio mientras yo embocaba 500 o 700 “dobles” seguidos (hacia atrás y hacia delante) con la pequeña campana – gracias a mi eficacia, jugaba al emboque sin lienza, se la había retirado -, campana que giraba cuatro veces en el aire antes de embocar.
¡Cómo no recordarla “a ella”!, quien bajaba ardorosa desde las gradas hasta la pista de cenizas para abrazarme y besarme una y otra vez, poniéndome la corona de triunfador.
¿Qué importaba que en las noches de Año Nuevo, ella ni siquiera contestara mi “hola”, si en mis campeonatos imaginados durante tardes enteras luego de haber hecho las tareas escolares, ella me amaba, me admiraba y rogaba mis besos?...
-“Amoroso, ¿pasa algo?”, interrumpió la dulce voz de mi mujer, el brevísimo instante en que mi memoria viajó en el tiempo a una velocidad digna de las galaxias más lejanas.
-“¡Feliz, año, Puro!”, me dijo sonriendo mi hijo menor, que nos visita desde México.
-¿”Estás aquí”?, dijo mi hija existimativa, una mexicana perspicaz de ojos tapatíos.
-“¡Salud!”, contesté, como una manera de volver a Vaudreuil-Dorion la noche de Año Nuevo 2008-09.