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jueves, 12 de junio de 2008

Versículo 21, la historia del maestro Merardo


Waiting for Godot






Ordenando por enésima vez diversos papeles –a pesar del computador, el papel sigue ocupando un papel importante en nuestras vidas-, me encontré con un cuadernillo que me regaló el maestro Merardo, en Chile. Con el maestro Merardo (nombre que encubre el verdadero por circunstancias que ustedes se explicarán más abajo) nos conocimos en Chillán, muchachos ambos tratando de dejar la piel de la pubertad, aunque él tenía 6 años más que yo.





Pero por eso mismo Merardo fue en esa época mi “maestro” en varias cosas de “la vida de muchachos”. Merardo siempre estuvo ligado a la construcción como maestro albañil, herencia profesional de su padre. Y como siempre supuse, a la vuelta del tiempo el maestro Merardo fue capaz de construir casas sin ingeniero ni arquitecto.
Me volví a encontrar con él en el año 2000 inesperadamente en un Centro de Alcohólicos Anónimos en Santiago, centro al cual acudí yo haciendo una investigación artística para interpretar dos personajes, uno para el teatro y otro para la TV. Habían pasado 45 años de nuestra separación. Y ahí estaba uno de mis amigos de infancia y pubertad, bastante canoso, de mechas tiesas, rostro anguloso, un poco rechoncho pero fuerte.





El maestro Merardo se había trasformado en un especialista de la Biblia, libro en el cual aprendió a leer junto a los hermanos del templo, intentando superar el maldito vicio que lo atacó temprano.
Pero pese a sus honestos esfuerzos el demonio venía una y otra vez a reírse de él, ahogándolo en el fondo de la “caña”. -“Hermano –me dijo esa noche del primer encuentro, bebiendo una gaseosa-, llegué a beber con la biblia en la mano”. Y agregó, mostrándome el libro: “Siempre lo llevo conmigo, porque Él nunca me abandonó. Yo fui el ingrato”. La investigación artística que me permitió este reencuentro con mi amigo, había comenzado en el Siquiátrico de Santiago, en donde me dieron tantas facilidades que hasta pude asistir a algunas terapias colectivas de personas que sufrían la adicción alcohólica.



Las terapias de grupo entre los pacientes, más sus respectivos familiares (algunos parientes se negaban a asistir) fueron para mí experiencias muy impactantes. De manera que cuando posteriormente fui a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y reconocí allí a Merardo, el corazón me dio un vuelco, como se dice. Tenía actualizada la gravedad social que constituía el alcoholismo en Chile, adicción mucho más amplia y profunda que el resto de ellas.



Sin embargo en el año 2000 Merardo llevaba ya 4 años de abstinencia, corroborándole a sus compañeros alcohólicos anónimos al terminar el día: “Hoy no he bebido”. En fin, 45 años no se conversan en un par de horas. Entre el año 2000 y el 2003 nos vimos tres o cuatro veces fuera de las reuniones del Centro. Una vez lo tuvimos a cenar en casa. Solo, porque Merardo era viudo, y su hija junto con los dos nietos adolescentes, habían perdido la fe en él, abandonándolo a su suerte. -“¡Quítame el don, pus huevón, cómo se te ocurre!”, tuve que llamarle la atención en mi casa.





En aquella cena fue cuando yo volví a constatar y mi mujer descubrió, que Merardo, además de ser una maravillosa persona, tenía tres méritos evidentes: llevaba cuatro años sin beber una gota; escribía versos en décimas sin autodesignarse poeta popular; y podía repetir de memoria cualquier versículo de la Biblia. Esto último era asombroso. -“Tome usted, mi dama”, le dijo a mi mujer pasándole el libro. “Pregunte”. Mi mujer, que es entendida en la materia, luego de buscar una determinada página al azar, eligió: -“A ver, don Merardo – le dijo-, del Apocalipsis, “La sexta trompeta” versículo 21. -“Y no se arrepintieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas”.
Merardo lo había recitado mirando al techo sin un instante de duda. Pero yo dudé –soy hombre de poca fe- porque aunque Merardo tenía casi los 70 años, yo no podía olvidar que él había sido mi maestro, enseñándome cómo declararse a una muchacha para invitarla a fornicar. Le pedí entonces la Biblia a mi mujer y le tiré también al azar dos o tres versículos de diferentes libros, y efectivamente mi “maestro Merardo”, los recitó con absoluta seguridad.



La Biblia, todos sabemos da para mucho, digo, para reflexionar, para conversar (es sustento de la fe, para muchos), y esa noche fue el tema central de nuestro reencuentro, salpicado con tanta vida que contar, vida que con vivo interés quisimos que nos contara Merardo, mi maestro Merardo. Estrujando, luego estirando un pañuelo y doblándolo cuidadosamente, pero volviéndolo a estrujar, mi maestro sentimental secó sus lágrimas varias veces y limpió el cristal de sus anteojos ópticos. Muchacho despierto, antes de los 30 años predicó en las calles, “subió hasta la alta cumbre de la mano de Jehová”. Pasaban las semanas, a veces los meses sin beber ni una gota, y hasta sus padres se alegraban a pesar que no eran de la misma fe. -“Pero el vicio es como un animalito, hermanos, que te come por dentro, la fe, la voluntad. Te punza el estómago... Fui débil, tantas veces que fui débil”. Sin embargo los hermanos del templo lo recogieron una y otra vez, lo recogieron literalmente.



Pero similar a varios de los casos escuchados en el Siquiátrico, Merardo fue perdiendo todo: padres, mujer, hija, nietos, su dignidad. -“A tumbos, como los borrachos, así a tumbos anduve en la vida. Hoy predicando, mañana quién sabe… Hoy trabajando, mañana despedido… Los hermanos, con sus mejores intenciones no pudieron compensarme lo que arrastraba de cabro: nunca me sentí querido por mis padres. Qué tontera, ¿verdad?” Y alabado sea Dios, Merardo no estuvo detenido, no fue torturado, no tuvo que salir al exilio, aunque también tuvo la ilusión de cambiar el mundo.



Cuando recuerdo su vida contada aquella noche, cuando pienso en él –más de lo conveniente tal vez-, y lo recuerdo metido en una “mejora” que nunca pudo convertir en casa ni menos en hogar; maestro jubilado (¿?), que como tantos otros probablemente salió en el fondo del cuadro en el reportaje de televisión a propósito de algún temporal. Cuando lo recuerdo así, me dan ganas de recitar los versos de Nicanor Parra: “Tengo unas ganas locas de gritar/ viva la Cordillera de los Andes/ Muera la Cordillera de la Costa/ La razón ni siquiera la sospecho”. Con el cuadernillo de las décimas del maestro Merardo en las manos me arrepiento de no haber conservado el manuscrito original, escrito de su puño y letra: “Son cosas todas sabidas/ éstas que digo en versos,/ a nadie engaño con eso,/ de verdad, son conocidas./ Pero no por ser sufridas/ se borran de la memoria,/ persiguen como una escoria/ al pobre o intelectual,/ incluso al propio industrial,/ pues todos hacen la Historia”. ________________________________________________________