de Eduardo Chillida, El peine del viento |
NOTA: Sólo he cambiado los nombres de los personajes y he puesto un título. El resto, es casi un registro textual.
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Querido Guille. Inolvidable amigo. Me toca hoy a mí despedirte, y despedirte para siempre... Nicanor Parra ya lo dijo: “La partida tenía que ser triste, como toda partida verdadera...”
¡Qué puedo agregar yo ante tamaña congoja...! Aquí está tu mujer, Carla..., y Rebeca, tu hermosa hija. Aquí estamos tus amigos, numerosos como puedes ver, ante tu féretro. Bien, no vamos a discutir si ves o no ves, yo sé que a ti te molestaba la catacresis en el lenguaje coloquial. Como científico, exigías objetividad a la palabra. Por eso mismo escuchábamos con tanta atención tus opiniones, con tanto respeto y admiración.
Tu mujer y tu hija no me dejarían mentir, de manera que si digo que tu perspicacia y lucidez para hacer un comentario crítico eran de envergadura salomónica, solamente estoy expresando la estricta verdad. ¡Con qué sutileza sabías desmenuzar un poema, una obra literaria! No miento al decir que ni Alejo Carpentier ni Borges, sabían calar tan hondo como tú en la apreciación de un texto literario. ¿Derrida, tal vez...? No te gustaban las metáforas en el habla cotidiana:
- Se prostituyen – decías -. Hay que preservar las metáforas para la palabra escrita, porque con ellas el lector asciende como el príncipe al oráculo... Por ejemplo tu poesía, Carlucho - me elogiabas -, tiene la grandeza de una pirámide. ¡Hay que ascender a ella!
Confieso que la primera vez que hiciste un comentario de ese tipo a propósito de mis poemas pensé que bromeabas. Pero no, lo decías muy en serio:
- Carlucho, tú no sabes el gran poeta que eres, me repetiste muchas veces. ¡Qué bien escribes, Carlucho! Créeme que te envidio. A veces - agregabas -, estoy entre las cubetas del laboratorio, y repito versos tuyos que acuden a mi espíritu al azar, y me digo, “Carlucho, como todo gran creador, no sabe lo grande que es”. Créeme - me insistías -, cuando repito tus versos, me emociono una y otra vez. En esos instantes, detengo mi trabajo, me acerco a las ventanas del laboratorio. Y dejo que mis ojos se humedezcan plácidamente, invadido por la belleza de tus palabras, Carlucho, de tus sinécdoques: “Lluvia, no me mojes tanto/ que de lágrimas estoy ahogado”... ¡Hermoso poema! ¡Cómo es posible que un hombre sea capaz de generar tanta belleza! ¿Y sabes, Carlucho? – me insistías -, cuando ya parece que mi alma se aquieta, me emociono aún más, pensando en tu modestia. ¿Por qué no publicas, Carlos? ¡Debes hacerlo! ¡Carlucho – me remecías de los hombros -, debes romper tu actitud de no poesía!
¡Ah, querido Guille! ¡No me avergüenzo de contar todo esto, aquí delante de tu féretro, ante tu mujer y tu hija además de tus amigos:
- ¡Eres un egoísta! - me reprendías -. ¡Cómo se te ocurre jugar al poeta anónimo! ¡Tu poesía no existe si otros no la leen! ¿Tú crees que es fácil hoy en día – me decías con pasión - encontrar otro poeta que encuentra sus pares solamente en Virgilio, Dante, o tal vez en algún soneto de Shakespeare? ¿Crees tú que es justo que todos los poetillas de este país publiquen sus ridiculeces con el nombre de poesía, y tú, negándote a dar el paso, el salto definitivo? ¡Si tú escribes muy bien, Carlucho! ¡Convéncete! Pero el resultado de tu modestia es que escribes “no poesía” - fíjate, eso es más que un antipoema, Carlucho -, porque en nadie resuenan tus versos. Y citabas al azar alguno de mis versos: “La noche/ llora estrellas/ porque nadie la comprende...” Y continuabas reprendiéndome: ¿Quién ha dicho esa maravilla en este país? ¿Ah? ¡No te quedes callado, Carlucho! ¿Sabes? - me decías -, me obligarás un día a entrar furtivamente en tu escritorio, robaré tus escritos y los llevaré a un editor. ¡Yo no puedo permitir que el Hombre, sea menos humano porque no conoce los poemas de Carlos Amaro Rojas!”
¡De manera que cómo decirte adiós, querido Guillermo Shwinsky! Mirándote ahora, dormido, se me vienen a la cabeza los versos de otro de tus preferidos, Manrique: “Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando...” Recuerdo, querido amigo, cuando insististe en presentarme a Armando Uribe.
- Ese es un hombre que aparte de sus pocos amigos, se ha hecho de varios enemigos porque dice la verdad, me dijiste. Y cuando Armando se equivoca también lo hace de verdad. Quiero que Uribe Arce conozca tus poemas.
Ay, querido, Guille, no paraste hasta que conseguiste una cita con él... Cita a la que nunca llegué, tú lo sabes..., nunca llegué. Sé que me esperaron durante dos horas. Me esfumé... Simplemente me esfumé.
- ¡No quiero verte llorar sobre tus poemas! ¡Desaparece de mi vida por lo menos un mes!, me gritaste...
Vagué de café en café ensuciando las nobles servilletas con mis atragantos versificados... “La princesa está triste/, qué tendrá la princesa...”, parodiaban mis alumnos a Darío, burlándose a mis espaldas mientras yo escribía en el pizarrón el tema del día...
¡Ay!, querido Guille!... Qué consolador fue para mí sin embargo cuando antes de un par de semanas escuché la voz de tu mujer al teléfono:
- ¿Carlos? – me dijo Carla -, es necesario que vengas a casa. Guillermo quiere hablar contigo a propósito del cumpleaños de Rebeca.
¡Inolvidable amigo! Ahora que has muerto, ante tu féretro me atrevo a develar el secreto. En realidad no me llamaste para hablar de Rebeca. Sucedió que te habías topado con uno de mis poemas traspapelado entre tus documentos del laboratorio. ¿Te acuerdas?
- Toma, me dijiste - lanzando la hoja sobre tu escritorio. Caminaste hacia la ventana y de espaldas a mí, antes que yo alcanzara la hoja, preguntaste emocionado: - ¿Cuándo escribiste eso...?
No lo sé, fue mi respuesta. No tengo el hábito de poner fecha a lo que escribo.
- ¡No! ¡Déjalo! ¡No lo toques! -, ordenaste. Y girándote me dijiste cara a cara: ¡Un hombre como tú no merece haber escrito ese poema! Tal vez en lengua castellana jamás se hayan escrito versos tan sublimes y profundos... Si tú hubieras nacido en Francia, Rimbaud y Verlaine serían hoy poetas olvidados. Dejaste una pausa: ¿Sabes que por fin se ha decodificado el genoma humano?, me preguntaste...
La pregunta me desconcertó... Y tú entonces, agregaste:
- Para que sepas, ese poema tuyo ¡decodifica el genoma del alma humana! Y enseguida me gritaste: ¡Bruto! ¡Onanista! ¡Estás enfermo! ¡Vete a ver un doctor, que te encierren en una celda, que hagan algo, – comenzaste a pasear por tu estudio, furibundo -, porque tengo ante mi vista al monstruo del egoísmo...!
¡Cómo te exasperaste, Dios mío!... Guille, te dije, tú crees demasiado en mí, y no es para tanto... Pero ya no me escuchabas...
- ¡Y no se te ocurra comentarle algo de esto a mi mujer o a Rebeca! Mañana hablaremos del cumpleaños de Rebeca. Pero yo tenía que decirte esto. Y te lo voy a poner definitivo, agregaste concluyente: Debido a la admiración que tengo por tu talento he tomado la siguiente decisión: si en el plazo de un mes, a contar de hoy, no haces ninguna gestión para publicar tus poemas, quiero que nunca más nos llames ni a mí ni a Carla ni a Rebeca. Fíjate bien en lo que digo: sólo te pedimos una ¡gestión!... No sabes cuánto me duele lo que digo, murmuraste. Me angustia tu desprecio por tu propio talento, ¿entiendes? Yo debo operarme de una hernia el próximo lunes, luego que celebremos el cumpleaños de Rebeca. Será cosa de tres o cuatro días. De manera que estaré vigilante de tus gestiones, ¿está claro?...
Gracias, Guillermo, fue todo lo que atiné a decir, y comencé a salir cabizbajo.
- ¡Espera!, dijiste estirando tu mano. Toma, llévatelo. Ese poema debe ser el epílogo de tu libro.... Si algún día decides que los editores lo conozcan, se pelearán el privilegio de publicarte...
¿Quién podrá llenar este vacío sideral que nos deja tu partida, Guillermo Shwinsky? ¿Será capaz el Tiempo de consolar a tu querida mujer y a tu adorada hija?... ¿Tú crees que me consolaré leyéndole a los muchachos pasajes de Dante o de Virgilio, para que luego en la prueba, los alumnos confundan Virgilio con vigilo y diantre con Dante?... Valoraste con tanta rigurosidad mis modestos poemas, que dudo mucho que pueda encontrar un crítico, un editor que tenga tu sagacidad:
“¿Frémito bréfico/ de mis pegásides,/ azanca que emerges como emesis/ de mi corazón exangüe...?”, citabas inspirado otro de mis poemas, para enseguida decirme alterado: ¡Dime, dime, Carlos Amaro Rojas!, ¿qué otro poeta ha escrito versos tan depurados en lengua castellana?...
Ay, Guillermo, querido amigo, despidiendo hoy tu cuerpo inerme, me dan ganas de gritar ¡septicemia traidora...!, te llevaste a Guillermo, obedeciendo a tu patrona que a todos nos espera con la guadaña en la mano. Recorriste sus venas, sus células con tu ponzoña... Septicemia generalizada, fue el fatídico diagnóstico de la medicina...
Sin embargo, yo te despido, querido Guillermo Shwinsky ante tu mujer, tu hija y tus amigos, confesando un tremendo cargo de conciencia: en el fondo de mi alma de modesto escribidor de versos, sé que ayudé a tu muerte... con mi excesiva modestia...