El tiempo, suele transformarse en una neblina que te impide discernir entre la realidad y la fábula....
Una de las experiencias singulares a propósito de mi profesión de actor, fue el encuentro inesperado con mi amigo de adolescencia, Merardo, en el año 2000, en un Centro de Alcohólicos Anónimos en Santiago de Chile (AA).
Llegué a dicho Centro durante una investigación, para interpretar dos futuros personajes. No podía imaginar que me encontraría allí con uno de mis amigos de infancia y pubertad, con “mi maestro Merardo”. Bastante canoso ahora, de mechas tiesas, nariz rota sin saber en qué pelea, ojos tristes, rostro anguloso, un poco “rechoncho”, pero dando muestras aún de su fortaleza física.
Para mayor sorpresa, en el intervalo de los casi 50 años sin vernos, Merardo se había transformado en un especialista de la Biblia, libro en el cual aprendió a leer, junto a los hermanos del Templo, en el intento de superar el maldito vicio, que según me contó, lo había atrapado temprano.
-“Yo le hacía empeño, honestamente, pero el demonio venía a mí una y otra vez, como riéndose, y me ahogaba en el fondo de la caña de vino”, me dijo esa noche de nuestro primer reencuentro, mientras él bebía una gaseosa, sentados ambos en un rincón del restorán: “Hermano, llegué a beber con la Biblia en la mano”, agregó, mostrándome el libro: “Siempre lo llevo conmigo, porque Él nunca me abandonó. Yo era el ingrato”.
La investigación artística que me permitió este reencuentro con mi amigo, había comenzado en el Siquiátrico de Santiago de Chile, en donde me dieron la oportunidad de asistir a algunas terapias colectivas de personas que sufrían la adicción alcohólica. Las terapias de grupo entre los pacientes, y otras, con sus respectivos familiares - a las cuales algunos parientes se negaban a asistir -, habían resultado para mí, dramas muy impactantes: lágrimas, resentimientos profundos entre madre e hijos; silencios excesivamente prolongados con la hermana mayor; intentos de cinismo como arma de defensa; “perdóneme mamita, perdóneme”... Y silencios..., culpa..., silencios...culpa...
Para mayor sorpresa, en el intervalo de los casi 50 años sin vernos, Merardo se había transformado en un especialista de la Biblia, libro en el cual aprendió a leer, junto a los hermanos del Templo, en el intento de superar el maldito vicio, que según me contó, lo había atrapado temprano.
-“Yo le hacía empeño, honestamente, pero el demonio venía a mí una y otra vez, como riéndose, y me ahogaba en el fondo de la caña de vino”, me dijo esa noche de nuestro primer reencuentro, mientras él bebía una gaseosa, sentados ambos en un rincón del restorán: “Hermano, llegué a beber con la Biblia en la mano”, agregó, mostrándome el libro: “Siempre lo llevo conmigo, porque Él nunca me abandonó. Yo era el ingrato”.
La investigación artística que me permitió este reencuentro con mi amigo, había comenzado en el Siquiátrico de Santiago de Chile, en donde me dieron la oportunidad de asistir a algunas terapias colectivas de personas que sufrían la adicción alcohólica. Las terapias de grupo entre los pacientes, y otras, con sus respectivos familiares - a las cuales algunos parientes se negaban a asistir -, habían resultado para mí, dramas muy impactantes: lágrimas, resentimientos profundos entre madre e hijos; silencios excesivamente prolongados con la hermana mayor; intentos de cinismo como arma de defensa; “perdóneme mamita, perdóneme”... Y silencios..., culpa..., silencios...culpa...
Aquellas reuniones me habían dejado sumamente impresionado emocionalmente. De manera que cuando posteriormente fui a las reuniones de Alcohólicos Anónimos (AA) y reconocí allí a Merardo, el corazón me dio literalmente un vuelco.
Yo tenía actualizada la gravedad psicológica y social que constituía el alcoholismo en Chile. Adicción mucho más amplia y profunda que el resto de otras drogas, según las estadísticas. Sin embargo, en el año 2000, Merardo, llevaba ya 7 años de abstinencia, testimoniando ante sus compañeros alcohólicos anónimos, al terminar el día: “Hoy, no he bebido”.
Merardo, me contaba de su fe salvadora con la misma sinceridad que me había contado hacía muchos años la experiencia de su primer amor. En fin, 48 años no se conversan en un par de horas. Entre el año 2000 y el 2003 nos vimos tres o cuatro veces fuera de las reuniones del Centro.
Yo tenía actualizada la gravedad psicológica y social que constituía el alcoholismo en Chile. Adicción mucho más amplia y profunda que el resto de otras drogas, según las estadísticas. Sin embargo, en el año 2000, Merardo, llevaba ya 7 años de abstinencia, testimoniando ante sus compañeros alcohólicos anónimos, al terminar el día: “Hoy, no he bebido”.
Merardo, me contaba de su fe salvadora con la misma sinceridad que me había contado hacía muchos años la experiencia de su primer amor. En fin, 48 años no se conversan en un par de horas. Entre el año 2000 y el 2003 nos vimos tres o cuatro veces fuera de las reuniones del Centro.
Un día lo invité a cenar en casa. Solo, porque Merardo estaba viudo, y su hija, madre soltera, junto con sus dos hijos casi adolescentes, habían perdido la fe en él, abandonándolo a su suerte hacía ya varios años.
-“¡Quítame el don, pus huevón, cómo se te ocurre!”, tuve que reprenderlo en mi casa aquella noche.
En esa cena fue cuando yo volví a constatar, y mi mujer descubrió, que Merardo, además de ser una maravillosa persona, tenía tres méritos evidentes: llevaba siete años sin beber una gota de alcohol, venciendo su adicción; escribía versos en décimas, sin auto-designarse poeta popular; y podía repetir de memoria cualquier versículo de la Biblia. Esto último era asombroso.
-“Tome usted, mi dama”, le dijo a mi mujer pasándole el libro sagrado. “Pregunte”.
Mi mujer que es entendida en la materia, luego de elegir una determinada página al azar:
-“A ver, Merardo – le dijo-, repítame del Apocalipsis, La Sexta Trompeta, versículo 21”.
-“Y no se arrepintieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas”.
Merardo, había recitado el versículo mirando al techo sin un instante de duda. Con mi mujer nos miramos sin poder disimular nuestro asombro. Pero yo dudé – soy hombre de poca fe -, porque aunque Merardo tenía 70 años, yo no podía olvidar que él había sido mi maestro allá en provincia, develándome el misterio de cómo declararse a una muchacha para invitarla a fornicar. Eran tiempos provincianos en que la declaración se hacía imprescindible. Dicha técnica era muy simple, pero tenía su dulzura:
-“Señorita, yo la quiero a usted. ¿Y usted a mí?” Y si la muchacha respondía “Yo también”, mi réplica debía ser: “Deme entonces una prueba de su amor…”.
¡Oh, maravilla! -, aunque no es este el momento de contar los resultados de dicha técnica. En fin, recordando esa picardía, dudé de la extraordinaria memoria actual de mi maestro. Le pedí entonces la Biblia a mi mujer y le señalé también al azar dos o tres versículos intentando sorprenderlo. Sin embargo “mi maestro Merardo” los recitó con absoluta seguridad. Verdaderamente admirable.
La Biblia, todos sabemos, es útil - no solamente para la gente de fe -, es un libro hermoso, a mi juicio, un testimonio humano muy significativo. Y esa noche, el libro fue el inicio de nuestra velada, derivando luego hacia tanta vida que contar, vida que con vivo interés mi mujer y yo quisimos que nos contara Merardo, mi Maestro Merardo.
Retorciendo, luego estirando su pañuelo y doblándolo cuidadosamente, pero volviéndolo a retorcer, mi maestro secó sus lágrimas varias veces y limpió el cristal de sus anteojos ópticos. Muchacho despierto, Merardo, antes de los 30 años predicó en las calles y cantó “De la mano de Jehová subiré hasta la alta cumbre de la mano de Jehová…”. Pasaban las semanas, a veces los meses, sin que Merardo bebiera ni una gota de alcohol, y hasta sus padres se alegraban, a pesar que no eran de la misma fe.
-“Pero el vicio es como un animalito, hermanos, que te come por dentro, te come la fe, la voluntad. El demonio te punza el estómago... Fui débil, tantas veces que fui débil…”.
Sin embargo, los hermanos del Templo lo recogieron una y otra vez, lo recogieron de la calle, literalmente. Pero similar a varios de los casos que yo había escuchado en el Siquiátrico, Merardo fue perdiendo todo: padres, mujer, hija, nietos…, hasta perder su dignidad...
-“A tumbos, como los borrachos, así, a tumbos anduve en la vida. Hoy predicando, mañana bebiendo… Hoy trabajando, mañana despedido… Mis hermanos y Él, con sus mejores intenciones, no podían compensarme lo que arrastraba desde cabro”. Hizo una pausa: “Nunca me sentí querido por mis padres. Qué tontera, ¿verdad?”
“¡Y alabado sea su Jehová!”, pensaba yo aquella noche mientras hablaba Merardo. Este albañil, que era capaz de construir una casa sin arquitecto, al menos no estuvo detenido durante los años negros de la patria, no fue torturado, no tuvo que salir al exilio, aunque también tenía la ilusión de otro mundo mejor.
Cuando recuerdo su vida contada aquella noche; cuando pienso en él y lo recuerdo viviendo en una “mejora”, que por culpa de su Demonio nunca pudo convertir en casa ni menos en hogar; anónimo poblador, que como tantos otros probablemente salió en el fondo del cuadro en el reportaje de televisión a propósito de algún temporal.
-“¡Quítame el don, pus huevón, cómo se te ocurre!”, tuve que reprenderlo en mi casa aquella noche.
En esa cena fue cuando yo volví a constatar, y mi mujer descubrió, que Merardo, además de ser una maravillosa persona, tenía tres méritos evidentes: llevaba siete años sin beber una gota de alcohol, venciendo su adicción; escribía versos en décimas, sin auto-designarse poeta popular; y podía repetir de memoria cualquier versículo de la Biblia. Esto último era asombroso.
-“Tome usted, mi dama”, le dijo a mi mujer pasándole el libro sagrado. “Pregunte”.
Mi mujer que es entendida en la materia, luego de elegir una determinada página al azar:
-“A ver, Merardo – le dijo-, repítame del Apocalipsis, La Sexta Trompeta, versículo 21”.
-“Y no se arrepintieron de sus asesinatos ni de sus hechicerías ni de sus fornicaciones ni de sus rapiñas”.
Merardo, había recitado el versículo mirando al techo sin un instante de duda. Con mi mujer nos miramos sin poder disimular nuestro asombro. Pero yo dudé – soy hombre de poca fe -, porque aunque Merardo tenía 70 años, yo no podía olvidar que él había sido mi maestro allá en provincia, develándome el misterio de cómo declararse a una muchacha para invitarla a fornicar. Eran tiempos provincianos en que la declaración se hacía imprescindible. Dicha técnica era muy simple, pero tenía su dulzura:
-“Señorita, yo la quiero a usted. ¿Y usted a mí?” Y si la muchacha respondía “Yo también”, mi réplica debía ser: “Deme entonces una prueba de su amor…”.
¡Oh, maravilla! -, aunque no es este el momento de contar los resultados de dicha técnica. En fin, recordando esa picardía, dudé de la extraordinaria memoria actual de mi maestro. Le pedí entonces la Biblia a mi mujer y le señalé también al azar dos o tres versículos intentando sorprenderlo. Sin embargo “mi maestro Merardo” los recitó con absoluta seguridad. Verdaderamente admirable.
La Biblia, todos sabemos, es útil - no solamente para la gente de fe -, es un libro hermoso, a mi juicio, un testimonio humano muy significativo. Y esa noche, el libro fue el inicio de nuestra velada, derivando luego hacia tanta vida que contar, vida que con vivo interés mi mujer y yo quisimos que nos contara Merardo, mi Maestro Merardo.
Retorciendo, luego estirando su pañuelo y doblándolo cuidadosamente, pero volviéndolo a retorcer, mi maestro secó sus lágrimas varias veces y limpió el cristal de sus anteojos ópticos. Muchacho despierto, Merardo, antes de los 30 años predicó en las calles y cantó “De la mano de Jehová subiré hasta la alta cumbre de la mano de Jehová…”. Pasaban las semanas, a veces los meses, sin que Merardo bebiera ni una gota de alcohol, y hasta sus padres se alegraban, a pesar que no eran de la misma fe.
-“Pero el vicio es como un animalito, hermanos, que te come por dentro, te come la fe, la voluntad. El demonio te punza el estómago... Fui débil, tantas veces que fui débil…”.
Sin embargo, los hermanos del Templo lo recogieron una y otra vez, lo recogieron de la calle, literalmente. Pero similar a varios de los casos que yo había escuchado en el Siquiátrico, Merardo fue perdiendo todo: padres, mujer, hija, nietos…, hasta perder su dignidad...
-“A tumbos, como los borrachos, así, a tumbos anduve en la vida. Hoy predicando, mañana bebiendo… Hoy trabajando, mañana despedido… Mis hermanos y Él, con sus mejores intenciones, no podían compensarme lo que arrastraba desde cabro”. Hizo una pausa: “Nunca me sentí querido por mis padres. Qué tontera, ¿verdad?”
“¡Y alabado sea su Jehová!”, pensaba yo aquella noche mientras hablaba Merardo. Este albañil, que era capaz de construir una casa sin arquitecto, al menos no estuvo detenido durante los años negros de la patria, no fue torturado, no tuvo que salir al exilio, aunque también tenía la ilusión de otro mundo mejor.
Cuando recuerdo su vida contada aquella noche; cuando pienso en él y lo recuerdo viviendo en una “mejora”, que por culpa de su Demonio nunca pudo convertir en casa ni menos en hogar; anónimo poblador, que como tantos otros probablemente salió en el fondo del cuadro en el reportaje de televisión a propósito de algún temporal.
Cuando pienso en mi maestro Merardo, quien pudo vencer al “Demonio” del vicio pero no a la muerte, porque ésta vino poco a poco y antes de tiempo por falta de dinero…, cuando lo recuerdo así… Es la muerte y el olvido de tantos, quienes no dejaron otra huella que los instantes efímeros de su vibración humana...
Hoy, tengo la herencia de sus versos de poeta popular anónimo en las manos. Me arrepiento de no haber conservado el manuscrito original, escrito de su puño y letra. ¿Pensaría Merardo durante su larga enfermedad en sus propios versos?:
“¿De dónde habremos sacado/ ese afán de ser eternos?/ Nos ponemos como enfermos/ porque no hemos encontrado/ el mecanismo adecuado/ o el misterioso elixir/ que nos permita existir/ mil años, por siempre./ ¿Será ese deseo ardiente/ que cumplimos al morir?”
Nelson Villagra, reside en Montréal, P.Q.
25/06/07
Hoy, tengo la herencia de sus versos de poeta popular anónimo en las manos. Me arrepiento de no haber conservado el manuscrito original, escrito de su puño y letra. ¿Pensaría Merardo durante su larga enfermedad en sus propios versos?:
“¿De dónde habremos sacado/ ese afán de ser eternos?/ Nos ponemos como enfermos/ porque no hemos encontrado/ el mecanismo adecuado/ o el misterioso elixir/ que nos permita existir/ mil años, por siempre./ ¿Será ese deseo ardiente/ que cumplimos al morir?”
Nelson Villagra, reside en Montréal, P.Q.
25/06/07