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fotografia de P. Shaffel |
De dónde habréis sacado ese afán de ser eternos.
La voz resonaba en la penumbra de la estancia como un lamento atrapado entre las sombras. Nadie respondió, porque nadie había estado allí para escuchar. Solo las paredes húmedas y el leve murmullo del viento parecían mantener algún tipo de memoria.
El alquimista se detuvo frente al espejo. Ya no recordaba cuántos años habían pasado desde aquella primera obsesión: la inmortalidad. Aquel anhelo antiguo que lo había mantenido despierto incontables noches, mezclando esencias prohibidas, destilando lágrimas de luna y susurrando plegarias a dioses olvidados. Ahora, lo miraba a los ojos con la misma crudeza con la que el tiempo juzga a los hombres.
—Os ponéis todos enfermos —murmuró al reflejo—. Porque no habéis encontrado el mecanismo adecuado, el elixir misterioso que os permita existir mil años… por siempre.
El silencio le devolvió su propio eco. Sin embargo, sabía que había algo más en esa habitación. Algo que lo observaba desde más allá del cristal empañado. No era la primera vez que lo sentía, esa presencia sutil, casi imperceptible, que le susurraba entre sueños y lo guiaba en sus descubrimientos más oscuros.
Por un instante, creyó ver un destello en la superficie del espejo. Algo que no era suyo. Ojos, labios, una silueta que se desvaneció antes de poder reconocerla.
—¿Es esto lo que querías? —dijo, no al reflejo, sino a esa voz sin rostro que había invadido sus pensamientos durante décadas.
No hubo respuesta. Pero el aire se tornó denso, cargado de algo que no era humano. El alquimista recordó entonces las palabras del manuscrito que había encontrado en una biblioteca oculta, un texto tan antiguo que las letras parecían estar grabadas con sangre seca. "El precio de lo eterno no es el tiempo, sino el alma"