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Fotografía de la red |
Estábamos de gira por el sur de Chile con La Farsa del Caballero y La Muerte, obra de Nelson Villagra G. escrita en Décimas Campesinas ( octosílabos). Cuando llegamos a la ciudad de cuyo nombre tampoco quiero acordarme nos recibió Gus el Secretario del Alcalde.
Gus presumía de abundante cabellera negra con patillas largas que peinaba con brillantina.
Tenía ojos pardos hundidos, nariz aguileña, boca de labios finos prácticamente inexistentes; detalles todos que pueden estar distorsionados por el tiempo transcurrido. No obstante recuerdo claramente su actitud servil, el modo relamido. Llevaba abotonado hasta arriba un abrigo gris oscuro largo debajo del cual los pantalones que asomaban dejaban al descubierto piernas velludas y calcetines de caña corta.
Una vez instalados en el hotel, siete de los ocho actores del elenco, fueron con él a tomar un aperitivo. Yo no tenía ganas quería llegar al teatro cuanto antes. Me senté tranquila en primera fila a repasar texto en silencio total. Hacía días que venía arrastrando gripes y afonías.
La Muerte, mi personaje de La Farsa, cantaba en escena a capella La Vie en Rose y era rapera.
No tenía la más remota idea de dónde iba a sacar energía para bailar ni la voz para trinar una hora más tarde. Pensando en todo ello estaba cuando apareció de la nada un joven atildado exigiendo más que invitando a que le acompañara: Soy Agapito, mi dama, ayudante del Sr. Alcalde, y por deseo expreso de mi señor le transmito sus órdenes.
Muchas gracias Agapito, respondí, no puedo. Voy a quedarme donde estoy.
El chico puso cara de incrédulo y salió regresando al poco tiempo muy sofocado.
Dice mi jefe que le diga a usted, mi dama, que le molesta su desatención.
Qué le vamos a hacer. No voy a ir. Lo siento Agapito.
¡ Pero mi dama !
Estaba hasta más arriba de la coronilla y lo único que pretendía era que me dejaran en paz.
Al fin llegó la hora de la función. El teatro estaba lleno a pesar de la noche inclemente.
No sabría decir de qué profundidades apareció la voz que me permitió gorgojear.
Recuerdo bien los aplausos al final de la función. En pie. Éxito clamoroso.
En el foyer nos esperaban las autoridades e ilustres personajes de la ciudad para felicitarnos. Después nos invitaron a cenar.
En el comedor había una mesa estrecha, larga de mantel blanco, vajilla blanca, flores blancas; todo blanco sobre paredes blancas, luz blanca. No había cuadros ni adornos.
Allí ví al famoso alcalde. Era un hombre corpulento de cara aborrajada, ojos saltones, modales bruscos. Se sentó el primero a presidir la mesa con Nelson a su derecha. El secretario distribuyó a los demás invitados. A un chasquido de dedos dirigidos al cmarero empezaron a sobrevolar por encima de nuestras cabezas fuentes y más fuentes de empanadas: Empanadas fritas, al horno, con queso, sin queso, de carne, de marisco. Empanadas grandes, pequeñas, medianas, enormes, a destajo.
El alcalde engullía, cantaba, bebía; se emocionaba escuchándose. Me fijé que apenas se le veían los dientes al hablar o yantar, como si tuviera la boca vacía y de ella saliera un resplandor. Intrigada a más no poder miré a Nelson que me guiñó el ojo. En ese momento hubiese preferido abandonar el ágape, aceptar la galante invitación de mi seductor compañero y dedicarnos al arte de amar. Sumida en cambio en la aburrición no puse ningún interés cuando el alcalde haciendo alarde de experto jugador de rayuela lanzó una empanada que cayó justo justo en el plato y me espabiló de repente.
Estoy poco acostumbrada a ese tipo de lanzamientos..
Así que a usted tampoco le gustan las empanadas, exclamó el anfitrión - buena cosa...
A mi dama no le gustan las empanadas, no le gustan los aperitivos, no le gusta nada...
¿ Le gusta Chile a mi dama?
¡Buaf! qué mal rollo -pensé- qué mal rollo. Y no le hice caso.
Coma lo que le he servido: insistió el exquisito.
No me apetece, respondí controlando el impulso fuerte de levantarme y estrellar la fuente de empanadas en la cara del alcalde. En su lugar le dije casi en sotto voce estilo vertical y cosmopolita.
El alcalde se puso rojo, morado y al final verde hoja.
Abriendo completamente las fauces emitió un extraño gruñido parecido al grito de Johnny Weismuller en Tarzán de los monos.
Tanto vociferó que se le descoyuntaron las mandíbulas.
El secretario consternado llamó a la ambulancia.
Me asomé entonces a las fauces del cavernícola que no podía cerrar la boca.
Vi ¡oh St. Antoine de Exupéry! que tenía la dentadura de oro. Entera de oro. Oro macizo y reluciente.
El resplandor.
Toda semejanza con la realidad es pura y simple coincidencia.