No sé si será habitual, pero mientras más avanzo en edad, la memoria retrocede con más porfía: mi infancia, la de mis hijos, y la infancia de mis nietos, cada día se hace más nítida en mi recuerdo.
Mis nietos Lander, Eneko, Kai, Aiala y Maider (por orden de aparición), tuvieron la suerte de nacer cuando la posibilidad de dejar un testimonio fotográfico es tan simple como hacer clic en el teléfono celular. Sin embargo, durante mi infancia, ya saben, había que disponer de una cámara, un “rollo” de película y un especialista en el “revelado” (Estudio Fotográfico).
Pero, claro, la fotografía es una brevísima “interrupción”, el tiempo sigue su marcha inexorable. Situación que provoca un doble efecto: ilusión y angustia: quisieras que la interrupción detuviera el tiempo.
Mi nieto mayor, Lander, que vive en Brighton, Inglaterra, hace pocos días me envió la lectura de un fragmento de “El Viejo y el Mar” (Hemingway) para saludar mi cumpleaños. Lógicamente lo leyó en inglés, su lengua.
Pero amigas y amigos, Lander, además de haber alcanzado un tamaño de gigante – casi dos metros – tiene una voz tan profunda que resulta imposible reconocerle. Porque, claro, mi memoria insiste en la “interrupción del tiempo”: él y yo, intentando hacer una pizza en aquel entonces.
Mi corazón se confunde, porque ayer cuando le abrazaba, Lander apoyaba su cabecita en mí a la altura del estómago. Sin embargo, la última vez que le abracé, mi cabeza se posó en su pecho. Su voz resonó en mi oído: “Te quiero, aitxitxe”.
Algo similar ocurre con mi hijo menor, Álvaro, un hombre canoso, barbado, quien vive en México con su esposa. Al menos, es alentador que no me llame padre ni papá, sino “Puro” (expresión cubana), y me deja contento.