En Chillán, durante mi infancia, y hasta los 6 años, viví muy cerca de la Estación de Ferrocarriles del Estado. Mi padre era paramédico y atendía el Policlínico de esa institución.
Entre los 3 y 4 años (1940-41) fui un “militante pacifista”. Durante los horarios en que llegaban los trenes de la capital, el andén exterior de la Estación se transformaba en el paseo chillanejo, un momento social: damas, varones y niños, lucían sus mejores galas para pasear por el andén a la espera del tren. Ese era el momento en que yo, montado en la higuera que había en el fondo del patio de mi casa, comenzaba a gritos mi discurso pacifista: “Pobres madres que lloran viendo a sus hijos que parten a la guerra. Mueren cien, mueren miles, y nadie dice basta”. Eran las mismas frases que yo escuchaba en la radio y que repetía todas las tardes desde la higuera. Y más de alguien se lo comentaba a mis padres, con lo cual estimulaban mi “campaña pacifista”.
Creo que a todos los niños les encanta andar en tren, en mi caso gozaba enormemente todos los veranos cuando partíamos a Dichato, el balneario de los chillanejos.
Pero, además, en los años 40, en Chillán aún existía el “Tren Chico”, un ramal de Chillán hasta Recinto, un pueblo precordillerano, cerca de las famosas y mitológicas Termas de Chillán, con aguas termales capaces de curar todo tipo de enfermedades.
El Tren chico, de trocha angosta – con vías un metro de ancho -, efectivamente tenía una máquina mucho más pequeña que las locomotoras habituales, y sus carros eran también de menor tamaño. Como la terminal de ese Ramal estaba a 50 metros de mi casa, con mis amigos solíamos jugar en aquellos carros detenidos, y soñábamos una y otra vez con la posibilidad de viajar algún día en ese pequeño tren. Jugando en aquellos carros nos sentíamos como en un cuento de Pulgarcito. Nada hacía presumir, sin embargo, que pudiéramos hacer realidad ese sueño.
¡Y hete ahí, que sí! ¡Que sí! ¡No lo podía creer! Mi padre, mi padre me invitó a viajar en ese “sueño de mi infancia”. El motivo de la invitación tenía un fondo trágico, motivo que conocí posteriormente. Por el momento, tenía los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de contento..., de ilusión: el Tren Chico, el tren de Pulgarcito, el viaje tantas veces soñado...
Tal vez fueron 10 kilómetros hasta el lugar del accidente, 20 de ida y regreso. ¡Pero alma de mi alma!, viajar en un tren que en mi imaginación era un tren de juguete...
Padre, recuerdo tu cara de preocupación cuando regresaste al carro. Como paramédico de Ferrocarriles debiste atender a un herido atropellado por el tren. Y en mi egoísmo infantil no mostré preocupación por el accidentado. Hoy lo lamento. Tampoco te pedí disculpas en aquella ocasión, porque mi infancia estaba demasiado gozosa viviendo la experiencia soñada. Y al recordarla hoy, con los ojos húmedos, te doy las gracias por tan emocionante regalo...