NOTA: Publico este texto por considerarlo un documento histórico
VÍCTOR JARA, UN ADIÓS IMPOSIBLE
NELSON VILLAGRA
Este 1988, Víctor Jara habría cumplido 50 años. Pero el fascismo segó su vida en 1973, cuando, a pesar de ser ya una personalidad artística de relieve nacional, tenía apenas treinta y cinco años.
Como en el caso de García Lorca, y de otros artistas, absurda y criminalmente inmolados por las fuerzas más oscuras de la reacción, su nombre se convirtió en bandera, pasando a ser una referencia emblemática. La importancia de ello no debe hacernos olvidar que Víctor Jara, fue sin discusión, un gran artista, un músico sobresaliente entre los varios que consolidaron el sólido fenómeno cultural que se llamó Nueva Canción Chilena. Fue también un director teatral de méritos, como se encarga de recordarlo en este testimonio el actor Nelson Villagra, que iniciara una amistad entrañable con el cantor en la época en que ambos comenzaban apenas su carrera de artistas. Fue, también, un hombre que supo sumar al talento la hombría de bien, la bondad, la fidelidad al amigo y a losprincipios de lealtad al alma popular, a los que adhirió cuando apenas bordeaba los veinte años.
Publicamos el texto como homenaje a quien, como afirma el autor del testimonio, está ya definitivamente presente.
(Nelson Villagra, fue protagonista de algunas de las más célebres películas chilenas (El Chacal de Nahueltoro, Tres tristes tigres). Exiliado en Cuba después del golpe de Estado, ha sido el actor principal de notorios films latinoamericanos, como El Recurso del Método o La Última Cena. Vive en la actualidad en Canadá).
La primera imagen que tengo de Víctor data de 1955; él trabajaba en la Compañía de Mimos de Noisvander, en la sala Talía de Santiago, y lo recuerdo mimando a un burócrata solitario y triste. Yo estudiaba mi primer año en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, y aquel trabajo de Víctor me impresionó particularmente. Tiempo después, cuando ya éramos amigos, y le celebraba aquella interpretación, él pensaba que bromeaba.
En 1956, cursaba el segundo año. Entonces fue cuando Víctor ingresó a la Escuela de Teatro. Nuestra amistad comenzó en los camarines del Teatro Antonio Varas, sala en la cual los alumnos de la Escuela actuábamos de comparsas en las obras que presentaba el grupo profesional.
Tres cosas creo que nos acercaron: la guitarra, la soledad y nuestra común pobreza de estudiantes.
Víctor tendría diecinueve o veinte años; yo acababa de cumplir dieciocho. Me atraían su sencillez, modestia, y su risa, esa capacidad enorme que tenia para reírse, intentando quizás, derrotar un dejo de soledad que le circundaba.
Nuestros escasos fondos económicos provenían, por un lado, de la beca universitaria que él tenía, y de los dineros que me enviaban de tarde en tarde mis parientes desde la provincia. Todo era tan exiguo que a mitad de mes, por lo general, ya no teníamos ni un centavo. En alguno de esos años, ocasionalmente, una consagrada escritora nacional, Marta Brunet – coterránea de Chillán – me solicitaba para ilustrar con fragmentos de lectura literaria sus conferencias. El dinero que me pagaba era miel sobre hojuelas para mí y Víctor.
Yo vivía en una “Pensión” muy modesta, en un barrio popular de Santiago, cuyos pensionistas eran obreros del calzado, del Aseo Municipal, más otras gentes sin profesión u oficio conocido. No faltaba el personaje extravagante: un pianista, hombre ya mayor y solterón, que animaba las cenas en un Restaurant que había tenido años mejores. Vivía en un cuarto estrechísimo con siete perros y cinco gatos.
Compartíamos allí con Víctor, de tarde en tarde, un plato de comida, que la generosa dueña de la Pensión optaba por no anotar en mi cuenta. Como de todos modos, las raciones eran muy escasas, completábamos nuestro menú sentados en el escaño de algún parque público, comiendo pan negro con quesillos y leche, mucha leche. Nuestro “pan negro de cada día”, sólo mejoraba cuando mis padres decidían enviarme desde la provincia alguna cecina y hasta trozos de carne, pero sobre todo quesos preparados a la criolla. Entonces era la gran vida, y después de esos opíparos banquetes al aire libre, nos entregábamos a la conversación de “sobremesa”, al intercambio de ideas sobre la contradicción campo-ciudad.
Los Peones de Tierra Larga
En nuestras conversaciones, Víctor descubrió que yo tenía una relación muy estrecha y directa con la vida campesina, con sus tradiciones, con las costumbres y las faenas agrícolas. Se interesaba particularmente en las cosas que le contaba sobre la gente del campo, los personajes lugareños de mi infancia: Don Leocadio; Hermes; Don Venero; la Elsa puta; la Pecho´e palo; Juan Querío...
Incentivado por mis cuentos, Víctor quiso conocer La Cólqueda, que no era la de Homero, sino una hijuela triguera – de mi tío - en donde las gentes se entristecían cantando aquello de “Ay, qué triste es el querere / Ay, qué triste es el vivire / Ojos que te vieron ire / nunca te verán volvere...” Quiso conocerla, y decidimos que iríamos allí en las próximas vacaciones.
Mientras se acercaba la fecha de nuestro viaje, Víctor propuso un plan para aprovechar aquélla visita con fines de “investigación folklórica” que pudiera sernos de alguna utilidad en nuestra labor teatral. Se le ocurrió también conseguir prestadas un par de guitarras, enseñarme luego a tocar - yo sólo sabía un par de rasgueos enseñados por mi hermana mayor -, y formar un Dúo musical que proyectara su labor en esas próximas vacaciones campesinas. Así, iniciamos largas veladas de ensayos, toca que toca, encerrados en mi cuarto de la Pensión, simulando yo un interés que estaba muy lejos de la actitud disciplinada y acuciosa de Víctor. Nuestro repertorio se componía de algunas canciones de Atahualpa Yupanqui y unos cuantos aires supuestamente campestres que yo conocía, como ese que dice: “La rosa, cuando abotona/ dicen que es malo tomarla./ Pa que parezca bonita/ más vale será dejarla...”
Así nació el dúo musical “Los Peones de Tierra Larga” - nombre elegido por Víctor –, con el que tuvimos la ocasión de grabar una prueba en el estudio del Instituto Chileno Alemán de Cultura (RDA), en la calle Londres, calle que terminaría siendo de trágica memoria. El “gringo” – contacto entregado por la actriz Marés González -, que hizo la grabación, quedó tan contento que nos pidió autorización para enviar una copia de la cinta a la sede central del Instituto en Berlín, RDA.
La petición del gringo nos dejó tan felices, que nos abrazábamos por la calle como si de verdad hubiéramos alcanzado el éxito. Nunca nos supieron mejor la leche y nuestro pan negro de cada día.
Así transcurrió nuestra vida en ese año de 1956. Por la mañana clases en la Escuela; luego, el almuerzo y nuestra comida complementaria al aire libre, en el Parque Forestal o el cerro Santa Lucía. Por las tardes, a estudiar nuestras materias teatrales, además de asistir con bastante regularidad, a estrenos de teatro, exposiciones, conciertos (gratuitos, por supuesto). Visitábamos, además, los “foyers” de los Cines para hurgar en los ceniceros y juntar colillas: era nuestra única posibilidad de fumar cigarrillos, a veces importados, no crean. Por las noches, las discusiones apasionadas e interminables, propias de jóvenes en plan de formarse y de querer entender y transformar el mundo. Y chao, nos vemos mañana.
La primera guitarra de Víctor
Cercanas, por fin, las vacaciones, se nos planteó el problema de disponer de verdad, al menos de una guitarra propia. Las que teníamos eran prestadas, debíamos devolverlas, y Víctor juzgaba con razón que nuestra tarea de investigación folklórica en el campo, sería muy poco efectiva si no contábamos con un instrumento musical de apoyo. Se trataba de conseguir, entonces, una guitarra, y debo decir que la conseguimos; y como se trata de la primera guitarra propia que tuvo Víctor, creo que el momento vale la pena de ser contado.
Víctor, tenía una amiga – tal vez compañera en un grupo coral, si no recuerdo mal de la U. de Chile -, amiga que le había propuesto más de una vez regalarle una guitarra. Víctor se resistía, porque eran más fuertes sus escrúpulos y pudor, que su deseo por hacerse con el instrumento. Fue necesario que yo echara mano de todo mi don de persuasión, simulando un galán experto: “Negro - le dije -, ha llegado el momento de aceptar esa oferta. Un investigador folklórico sin guitarra, es lo mismo que un fotógrafo sin cámara”.
No fue fácil. Yo le “machacaba” constantemente. La idea de cobrarle la palabra a su amiga le avergonzaba a Víctor. Faltaba una semana para partir de vacaciones. Un día llegó con la noticia: “Ya, huaso, resultó”.
Así fue como Víctor tuvo su primera guitarra. La compramos en “La Casa Amarilla”, la popular tienda de instrumentos musicales de la calle San Diego.
Desde la Casa Central de la U. de Chile, fuimos caminando los tres. Recuerdo a la amiga, un poco mayor que nosotros, una persona muy simpática y amable. En el camino, con la intención de reafirmar su generosa decisión, yo le hablaba sobre nuestros “éxitos musicales”, de nuestro futuro como artistas. Pero la verdad, ella no necesitaba de mis argumentos. Aparentaba escucharme, pero pronto me percaté que toda su atención estaba concentrada en Víctor. Lo miraba conmovida por la actitud infantil de mi amigo, quien caminaba como el niño que va hacia la pastelería, contando los pasos uno a uno y resistiendo la tentación de echar a correr para llegar más pronto.
Era Enero, hacía calor, y en el local de La Casa Amarilla, los instrumentos se amontonaban en una ordenada sucesión de grupos; primero las Baterías, luego los Metales: Trompetas, Saxos, Flautas, Cornos, y por fin, al fondo, detrás de dos Pianos alemanes, las Guitarras, brillantes como espejos de madera. Víctor, estaba como alucinado, las miraba muy serio, casi agresivo y se apretaba las sienes con ambas manos. Parecía como si estuviera recitando una plegaria. Luego entrecruzó los dedos, hizo crujir todas las coyunturas y el rostro se le iluminó con aquella amplísima e inolvidable sonrisa que todos recordamos.
La amiga, decidió que debían comprar la mejor guitarra. Víctor estaba emocionado. La elegida, era una guitarra ancha, de caderas generosas, con tapa de nogal. La tomó en sus brazos, extrajo el diapasón de su bolsillo, se acomodó en una silla con cierta parsimonia, sopló el diapasón y éste emitió el La universal; luego la Prima al aire buscando el Mi; la Sexta igual a la Prima pero una octava más abajo; presionando la Segunda en el quinto traste, igual a la Prima al aire; etc. Ella, la hermosa, estaba ya afinada, y Víctor comenzó a tocarla con ese modo tan suyo de ejecutar la guitarra, suave y cariñoso. La guitarra se dejó seducir, y Víctor sonreía con los ojos húmedos, porque ella le pertenecía ahora por entero...
La amiga y yo, nos retiramos discretamente para que aquella posesión se realizara plenamente, como lo exigen ciertas ceremonias rituales intimas.
La amiga, fue generosa hasta el final, porque decidió comprarle también un estuche para proteger instrumento tan fino y valioso. Finalmente, hasta nos dio dinero para que volviéramos a la Pensión en taxi. Durante el trayecto, mi amigo guardó recóndito silencio.
Sin embargo, cuando estuvimos en casa, Víctor no pudo sujetar sus emociones. Se reía, los ojos vidriosos. Me sacudía dándome golpes nerviosos: “Mi primera guitarra, Huaso, mi primera guitarra!”.
Y esa misma noche, en la Pensión, el instrumento fue estrenado. Víctor, ofreció un concierto, venciendo su natural tendencia a la introversión. Su público: el Jorobado, barredor de calles; Manríquez, conviviente de doña Hortensia; Guillermito, obrero del calzado; Caliche, el nortino, del servicio de limpieza de la Municipalidad; Don Carlos, sin oficio conocido; el viejo pianista, y desde luego, Doña Hortensia, la dueña de la Pensión. Todos aplaudimos con mucho entusiasmo aquella velada que, según consenso, demostraba que estábamos frente a un joven y promisorio artista, lleno de talento. Poniéndose de pie el larguirucho pianista, dijo solemnemente: “Usted debería grabar, joven”. Todos los presentes estuvieron de acuerdo.
Descubrimiento del mundo campesino
Nuestro viaje al Sur, tenía todo el carácter de un peregrinaje: en búsqueda del “espíritu agrario auténtico”. Víctor se mostró fascinado desde el principio, apenas montados en el tren que nos llevaba hacia Chillán. Sus dones de observación y su amor por lo popular estaban completamente capturados por los pregones de innumerables vendedores que asediaban a los pasajeros durante el viaje. Unos ofreciendo tortas, otros revistas y periódicos, el de más allá espejitos y peinetas y pañuelos para la novia. No faltaba tampoco el que anunciaba lindas litografías del Sagrado Corazón, enmarcadas en dorado; y el lazarillo, que insistía en que le compráramos el cancionero que contenía los temas que poco antes había cantado su patrón, el ciego acordeonista.
Aquella noche, ya en Chillán, el Negro cautivó a mis padres con su risa fácil y comunicativa, pero sobre todo con sus canciones. Allí le oí por primera vez “El huacho José”, una canción muy melancólica que ya no recuerdo si era una composición suya. Esa canción habría de convertirse en una especie de hit en aquel verano; fue algo así como su carta de presentación en la comarca, el “ábrete Sésamo” para conquistar los corazones de las gentes sencillas que Víctor conoció en aquellas vacaciones. Era un reencuentro consigo mismo.
Desde Chillán, partimos en camión a 50 kilómetros hacia el Sur-Este, encaramados sobre cajones de velas, barricas de manteca, barricas de vino, sandías y toda clase de frutos del país. No éramos los únicos viajeros, ya que en total sumábamos unas 20 personas apretujadas unas con otras en precario equilibrio. Nuestro destino estaba dentro de los límites de la provincia de Ñuble, un pueblecito llamado El Carmen, enclavado en el comienzo de los primeros faldeos cordilleranos, suaves colinas doradas por el trigo maduro. Allí comenzaría para Victor una experiencia que creo fue importante en su formación como ser humano, y como artista.
En la investigación folklórica no pude acompañar a Víctor. Yo debía cumplir con esa ley campesina no escrita, según la cual era obligatoria la ayuda a mis padres en las faenas propias de la cosecha del trigo. Trabajaría mano a mano con el mediero y su familia, como todos los veranos.
Acordamos entonces con Víctor que haría solo el viaje de reconocimiento e investigación de aquella comarca. Aunque no exactamente solo, ya que tuvo la suerte de partir junto a un “cicerone”, un asalariado agrícola, maestro mecánico de tractores y trilladoras, llamado “José Ratón”, apodo que se había ganado por su picardía y su capacidad de sobrevivencia. Era también tocador de guitarra, payador y naturalmente, buen bebedor.
El “maestro Ratón”, en su calidad de tractorista, iba con su maquinaria prestando servicios de hijuela en hijuela durante las cosechas de trigo, lo que significaba recorrer toda la zona de pequeños propietarios agrícolas en el verano. Y hay que precisar que no era poca fortuna viajar con un maestro tractorista que arrastra la máquina trilladora. Durante la época de cosechas, el Maestro Mecánico era una persona privilegiada: la mejor carne y las porciones más suculentas en la hora de las comidas, y un trato preferencial en todas sus necesidades. Al final de la jornada de trabajo tiene todo el derecho de beber abundantemente.
Todavía recuerdo la tarde en que partieron de nuestra hijuela, Víctor con el estuche de su guitarra como único equipaje, y el maestro Ratón conduciendo su tractor, mientras entonaba una cancioncilla: “También compré zapatitos / que no me duraron nada /y lo encontré mejorcito / andar a pata pelada...”
Gracias a la compañía de José Ratón, Víctor trabajó, comió, durmió, escuchó, y cantó en innumerables trillas de trigo, en diferentes sitios de la comarca. Tal vez lo más difícil para él fue la obligación de beber. Víctor no bebía, pero todos saben que en el campo chileno es una ofensa rechazar un vaso de vino cuando te lo ofrecen. Tuvo que idear cien trucos diferentes para simular algo que en realidad no acostumbraba.
Después de una semana, a veces dos, Víctor volvía a nuestra hijuela para cambiarse ropa, retornando enseguida al lugar donde se encontrara el maestro Ratón para continuar su interminable peregrinación. En esos breves regresos, eran muy notorios los cambios que advertíamos en nuestro “citadino”. Yo me daba cuenta que Víctor se iba compenetrando cada vez más con la psicología del trabajador y del pequeño propietario agrícola, no así con la de los patrones, cuyo trato nunca buscó.
Incluso, físicamente su cambio era notorio. Del señorito de ciudad, del “guaina” que fue motivo de burlas la primera vez que intentó montar en un caballo, ya no quedaba sino el recuerdo. Ahora Víctor sabía atar una gavilla de trigo, y era capaz de echarse al hombro un saco de trigo de 81 kilos. Con razón comentaba nuestro vecino, Don Venero: “Quién iba a decir que el cantorcito tenía madera para el trabajo”.
Víctor vivía su encuentro con aquellos seres sencillos y con su modo de vida como una suerte de encantamiento; todo le resultaba hermoso, aquello era la “verdadera vida”, el hombre en su real plenitud. Claro que sus reacciones tenían mucho que ver con su ancestro, tan ligado a la tierra, pero de eso entonces yo no sabía nada preciso. Sólo en los dos veranos siguientes, en que volvió a El Carmen, pudo equilibrar esta visión, situándola en un contexto, digamos, histórico-social más concreto. Su amor por aquellas gentes se hizo así más orgánico, más integrado a su comprensión global de la realidad.
Volvimos a Santiago convertidos en dos campesinos que miraban con cierta hosquedad a la gente de la capital. El cambio era particularmente notorio en Víctor, que se veía, además, más maduro, más resuelto de carácter. Había dado un salto en su vida. Nuestra relación se hizo, por otra parte, más estrecha, porque sentíamos que nuestra afinidad era mayor, lo que condujo, como contrapartida, a que tendíamos a apartarnos de algunas de nuestras antiguas amistades, a quienes dimos en calificar de frívolos y superficiales. Adoptamos el credo del “vitalismo agrario” que nos persiguió durante todo el año como una verdadera enfermedad. De algún modo, esos mismos amigos estimulaban y exacerbaban nuestra actitud, porque nos concedieron una autoridad desmedida en torno a nuestro conocimiento del alma popular. Encontraban “epatantes” nuestras historias sobre el manejo del arado cuando hay que cambiar de surco; o sobre la doma de caballos; la diferencia del trigo centeno al trigo araucano, en fin, sobre los diversos procedimientos para pescar a mano en los esteros.
Nuestro espíritu se trasladaba incluso a nuestras lecturas. En ese periodo leíamos a Esquilo y a Eurípides, entre otros, y aunque se trataba de autores de la Polis, a nosotros nos resultaban verdaderos “intelectuales agrarios”, en cuyas obras descubríamos paralelos con las situaciones y personajes de nuestra experiencia campesina.
Revelación de sus orígenes
Aquel año fue también el fin de “Los Peones de Tierra Larga”. Víctor había enriquecido, es cierto, su repertorio con los temas folklóricos recogidos en Ñuble, pero yo había tomado ya la decisión de renunciar al dúo. La música decididamente no era mi vocación.
Víctor maduraba como hombre y como artista. Había logrado aprehender ciertas esencias del alma campesina, y a partir de eso captaba y entendía mejor al pueblo en su conjunto. Se tornó más sensible y se consolidaban su seguridad y capacidad para traducir todo eso en creación artística. Ayudaron a completar este aprendizaje sus dos veraneos siguientes, en que también volvimos a El Carmen.
Recuerdo dos hechos de nuestro segundo regreso al campo. Víctor, tuvo una novia campesina. Ella era una muchacha de diecisiete años, delgada, muy morena, con fuertes rasgos criollos. Tenia una mirada un tanto huraña y reírse le parecía impropio de señoritas, de tal modo que cada vez que sonreía se sonrojaba, porque estaba convencida que cometía una falta de respeto. Con Víctor, que vivía riendo y de manera muy contagiosa, ella pasaba todo el tiempo sonrojada. Fue su novia ese verano, lo que quiere decir que tenía quien le lavara la ropa. Esto que digo puede parecer escandaloso, pero hay que recordar que en aquella región y en aquellos años la relación amorosa se establecía del siguiente modo: los enamorados comenzaban su primeros escarceos entre sonrisas, lanzándose miguitas de pan, piedrecillas, trozos de cortezas de árbol y otras cosas así, y cuando la mujer finalmente aceptaba, su acto de entrega quedaba ratificado el día en que ella le decía al galán: “Tan enamorado que lo ven, y con la camisa sucia. ¿Que no tiene mujer pa que se la lave?”
El otro hecho ocurrió hacia el final de las cosechas. En el camión de mis padres transportábamos el trigo hacia la ciudad de Chillán, y Víctor, por supuesto, nos ayudaba en la tarea de carga y descarga del cereal. No era una operación liviana, no sólo por el peso de los sacos - ochenta y un kilos - sino porque, puestos en la espalda u hombro, había que agregar al esfuerzo físico un gran sentido del equilibrio, ya que en las enormes bodegas de los “Silos”, repletas de trigo a granel, se transitaba con el saco al hombro por estrechas pasarelas armadas con simples tablones superpuestos. Víctor se había hecho un cargador más o menos experto. Compartía la faena completa y nos acompañaba en el camino a la ciudad.
Una de las veces que de regreso, nos detuvimos para descansar la vejiga y refrescarnos con una cerveza, en un caserío llamado La Quiriquina - nada que ver con la isla que Pinochet convirtió en un campo de concentración después del golpe de Estado – estaba con Víctor en la puerta de la Cantina. Habíamos estado más de una vez allí mismo, mirando los potreros del otro lado del camino. Pero lo que le escuché a continuación me lo decía por primera vez:“¿Sabes, Huaso, que yo nací aquí?”
Fue tal mi sorpresa que guardé silencio: ”Sí – agregó -, a unos cinco kilómetros de la carretera. Mis padres eran inquilinos en una hacienda. Más tarde, cuando yo tenía cinco años, nos fuimos cerca de Santiago, a otro fundo donde les dieron trabajo a mis viejos”.
Sólo entonces atiné a preguntar:“¿Pero, Negro, cómo no me lo habías contado antes?”
-“Huaso, cuando uno es pobre de verdad, no le gusta hablar de sus pobrezas. Me duele recordar a mi madre, lo que sufría, y todas las pellejerías que pasó en esos años, trabajando como una bestia”. Advirtiendo que yo agachaba la cabeza, agregó: “Ya, huevón, deja esa cara pa cuando estís arriba del escenario”.
Enterrar la soledad en el fondo del patio
Con mi amigo las circunstancias nos separaron a fines del verano del 58, sonrientes, porque confiábamos en nuestra amistad y sabíamos que volveríamos a encontrarnos. Yo había egresado de la Escuela de Teatro, y partía contratado por el Teatro Universitario de Concepción. Víctor, aún tenía que terminar su curso de Dirección Teatral, que desarrollaría ese año en forma paralela con su participación en el grupo folklórico “Cuncumén”.
Hacia fines de 1959 estuvimos juntos por un breve tiempo en la ciudad de Concepción. Mi agrupación teatral lo había invitado para que presentaran, junto con su grupo, la obra cuyo montaje había sido su examen de egreso como Director Teatral: “Parecido a la Felicidad” de Alejandro Sieveking. Su presentación obtuvo unánimes elogios, y naturalmente terminamos la velada en un bar restaurante de la ciudad. Como ya he dicho, Víctor no bebía, pero esa noche hizo una excepción, aunque discreta. Estaba muy contento con nuestro encuentro, y muy excitado con la perspectiva de una gira por América Latina que iniciarían pronto y que habría de terminar en Cuba. Bebimos, a la salud de nuestra amistad.
Pasaron años sin vernos. Entretanto, Víctor continuó desarrollándose sobre todo como cantante y compositor, más que eso, como gran exponente de la Nueva Canción Chilena, junto a Patricio Manns, Angel Parra, y Violeta, como sedimento.
Si el teatro le había permitido ahondar en la condición humana, el canto le sirvió para hermanarse con el mundo. Por ese tiempo, Víctor se casó con Joan Turner. Fue un buen esposo y un buen padre. Imagino que por ese entonces, Víctor decidió agarrar su soledad y enterrarla en el rincón más alejado del patio de su casa.
Cuando volví a establecerme en Santiago, nos volvimos a encontrar, muchas veces. Una de ellas, fue cuando asistí a su montaje de “La Remolienda”, de Sieveking (Teatro Nacional), cuya puesta en escena aireó los escenarios santiaguinos con su frescura, chispa y espontaneidad. Posteriormente, en 1968-69, actué en dos obras distintas bajo su dirección: “La Maña” (Teatro Ictus) y “Viet-Rock” (Teatro Nacional), con un training físico inolvidable de Joan.
Siempre he creído que la fama de Víctor como compositor musical e intérprete, ha dejado injustamente en la penumbra su trayectoria como Director Teatral, que fue muy importante.
En fin... ¿Y cuándo me despedí realmente del Negro? ¿Cuándo le dije adiós a Víctor Jara? ¿Tal vez, 48 horas después del Golpe de Estado, ese día aciago en que un amigo común me informó del asesinato de Víctor? ¿O cuando Joan fue a la Morgue a reconocer su cadáver? ¿O acaso cuando me tocó leer en el Teatro Carlos Marx, en La Habana, los versos de su poema inconcluso que escribiera en el Estadio Chile poco antes de ser inmolado por sus verdugos? ¿O quizás, Joan, me estoy despidiendo ahora, cuando escribo estos recuerdos suyos que me sugeriste? No, Víctor Jara es un adiós imposible. Está, definitivamente presente en nosotros.