Desde que era estudiante de teatro, ese hombre estaba allí, pidiendo limosna. Pasaron los años...
Nunca imaginé que mi extravagante invitación de aquella tarde me provocaría una borrachera de padre y señor mío. Quise explorar la vida de ese singular mendigo que los habitantes santiaguinos veíamos todos los días durante años en las calles céntricas de la ciudad.
El lisiado cantaba tangos, acomodando sus muñones que restaban de sus piernas, sobre viejos trozos de neumático. Interrumpiendo el tango que cantaba, pedía limosna con su voz aguardentosa, diciendo que era Carlos Gardel, quien en realidad no había muerto en el accidente aéreo de Medellín. Carlos Gardel era él: “Me cortaron las piernas, decía, para poder sobrevivir”. Y llevando su mano sobre la boca y la nariz, a modo de bocina, reanudaba el tango: “Sol, de mi vida/ fui un fracasado/ y en mi caída, busqué dejarte a un lado...”
¿Por qué esa tarde, luego de verle por años cantando en las esquinas, se me ocurrió invitarlo a beber y comer en un restaurant cercano? Fue algo más que mi curiosidad de actor. Tal vez, me indujo la curiosidad humana. Si se lo hubiéramos preguntado a él mismo, seguramente habría respondido que me inspiraron los “Hijos de la luz”.
Entre el mozo y yo, sentamos a mi invitado, pasadas las 7 de la tarde en un pequeño “reservado” del Restorán, separado por unas cortinas del resto del local. Don Waldo, el propietario, quien me conocía, había meneado la cabeza cuando nos vio entrar: “Extravagancias de artista”, habrá pensado. Cuatro parroquianos, golpeando sus cubiletes sobre la mesa, entretenidos en su juego, ni siquiera nos miraron. Mi invitado, sonreía, sorprendido y avergonzado.
Instalado en el pequeño cuarto, carraspeó y dijo: Norberto Zugarramundi – “es apellido vasco”, precisó con cierto orgullo. Era un hombre de 76 años, pelo y barba entrecana, hijo natural de un ricachón de la zona de Linares. Su madre, muchacha de servicio en casa del señor Zugarramundi, asistida por una mujer “entendida”, lo parió en un rancho aledaño al pueblo.
Cuando el vino tinto, comenzó a calentarle el estómago y la memoria, la voz ronca de Norberto se desató en variadas y pintorescas historias de sus correrías en medio de risas y a veces espasmos de llanto. Su cuerpo exhumaba un poco a todo: vinagre, tabaco, sudores de pobreza, aunque todo ello resultaba contrastante con su lucidez mental y la riqueza de sus vivencias.
“Salud, y buen provecho”, le dije cuando le trajeron su “bistec a lo pobre”. Entre masticada y masticada, Norberto Zugarramundi me contaba que como chiquillo “huacho”, se crió en la calle, y allí aprendió a sobrevivir, decidiendo a los 9 años viajar a la capital en busca de “un no sé”… En 1950, la ciudad de Santiago, no le ofreció otra opción que mendigar, y en esa condición recorrió las calles santiaguinas durante meses. Trabajos ocasionales lo hicieron también ayudante de albañil, junior de una empresa constructora, ratero ocasional de poca monta, y pensionista nocturno de cualquier rincón protegido del viento.
A los 13 años de edad, Norberto era un muchacho espigado, flaco y esmirriado, que mostraba sin embargo un aire elegante, un aspecto particular dentro de su medio. El maestro Núñez, peluquero de barrio, supo captar ese modo singular del muchacho, convirtiéndolo en su ayudante. Norberto, resultó un hábil aprendiz de peluquero y pronto estuvo en condiciones de cortar el pelo con navaja, tijeras y maquinilla.
-Don Eusebio Núñez, fue mi padre, fue mi verdadero padre…
Norberto guardó silencio un momento y de un golpe se echó el trago para ocultar su emoción.
-Era viudo mi papito Eusebio, sin hijos ni parentela conocida… Yo fui su hijo… y su discípulo. Él, me enseño a leer… Tuvo que aclarar la garganta para continuar: me compró un colchón para que yo durmiera en la trastienda de su pequeño local…
No pudo continuar. Rodaron las lágrimas, confundiéndose sus sollozos con espasmos de tos… Llené su vaso y el mío invitándolo a un salud. Norberto, intercaló una especie de carcajada, y mientras me miraba limpiaba sus lágrimas con las manos. Tomó una servilleta de papel sonándose estrepitosamente. Fijó su mirada en el vaso… “Salud, dijo con su voz ronca”. Como una cascada entró el vino en su garganta. Luego carraspeó y se pasó una mano por los labios como si hubiera querido retener una porción de vino en su mano. Con la vista sobre la palma, dijo:
-Él, iluminó mi vida…, caballero. Fue mi Maestro, la Luz. Con papito Eusebio Núñez conocí a Mani, el último profeta persa. ¿Lo conoce usted?
Moví afirmativamente la cabeza.
-Aquí donde usted me ve, mi señor, yo he sido un hombre de suerte. He tenido dos padres en mi vida, a falta de uno. Ambos me quisieron y a su muerte heredé todo lo que tenían… Hoy me considero un artista cantando como Gardel. Me llaman limosnero, mendigo, pero soy un artista, mi señor… Los escenarios de países extranjeros vieron muchos prodigios que salieron de estas manos. He recorrido casi toda Suramérica, mi amigo… Si no hubiera sido por el amor… Fue el amor que jodió la cosa…
Llené ambos vasos y nos los zampamos al mismo tiempo. La dicción de Norberto comenzaba a ser lenta aunque emocionada. Repitió el gesto de la mano refregándose la nariz y los labios. Con una mueca de sonrisa acercó su vaso nuevamente…
-Perdone, dijo…
Le llené el vaso nuevamente y una segunda cascada se deslizó por su garganta. Sacudió el cuerpo como para reanimarse físicamente. Con la cabeza gacha estuvo mirando la mesa un instante y luego movió la cabeza de un lado a otro:
-Cuando me abandonó mi primera mujer, Ginette, dicho sea de paso, un magnífico ejemplar de mujer mestiza, ¡uf! ¡lo que se dice una hembra, con todo respeto! ¡Con unas piernas largas, como suspiros de amor! ¡Uf! ¡Me enamoré como un loco! La saqué de la segunda fila de un cuerpo de baile de mala muerte y me la llevé en gira artística hasta el Caribe... En ese tiempo yo me dedicaba al ilusionismo bajo la tutela de mi Maestro Atmul Zaijal, originario de Bagdad. ¡Como hijos nos quería Atmul a Ginette y a mí!... A su muerte Atmul Zaijal nos dejó en herencia un magnífico número de ilusionismo: metida dentro de un ataúd, yo cortaba a mi mujer en cuatro partes, separando los trozos de la urna. Y al toque mágico de mi bastón sobre las partes cercenadas... ¡Para qué le voy a contar! ¡Era un número extraordinario! ¡Lo que se dice un éxito! Ginette y yo recorrimos una y otra vez todo el Caribe y Centro América, llenando teatros, carpas y galpones, asombrando a cultos e incultos, a civiles y militares. ¡Pero mi amigo! La verdadera traición tiene un cuchillo que mata: es la sorpresa, lo imprevisto, lo insospechado…
El mozo nos había traído la segunda botella y así, sin más, nos echamos el otro vaso sin siquiera decirnos salud…
Un día – continuó Norberto - durante el número aquél del ataúd, Ginette, aprovechando su desaparición momentánea, se fugó con nuestro empresario, un polaco inmigrante que hacía un pingüe negocio adicional recolectando mujeres para los ricachones de Las Bahamas - "¡Quién! ¿Ginette? ¡Infelices! Mal nacidos!"-, les gritaba yo a los hombres que me daban la noticia en los bares del puerto de Maracaibo. Defendiendo el honor de mi mujer me trencé a golpes innumerables veces aquella noche. Hasta que revolcado en petróleo, más negro que los negros del Caribe, y con el ron saliéndome por las orejas, desperté al día siguiente, botado sobre unos deshechos del puerto... Y así, como una aparición de ultratumba, pringado de petróleo y ahogado por la humedad caliente de Maracaibo, caminé en dirección al hotelucho en donde pernoctábamos, con la esperanza de que allí estaría Ginette como otras veces frente al espejo, poniéndose sus grandes pestañas que le daban ese aire de egipcia melancólica... ¡Pero no! La egipcia traicionera se había cansado de ser descuartizada todas las noches. Así decía la carta clavada en el marco del espejo... Para qué le cuento, mi amigo. El vacío que deja una traición hiela hasta la pepa del alma...
Le hice un gesto al mozo para que nos trajera la tercera botella.
Salí sin rumbo del hotel, así mismo, sin asearme... Embadurnado de petróleo yo parecía un susto caminando. Pregunté, rogué, imploré..., pero todo el mundo me volvía la espalda... También aquella mañana yo era el monstruo que había inducido a mi mujer a vender su cuerpo y su alma. ¡Figúrese! ¡Yo! "¡El pichichu!" - las mujeres te ponen cada nombre -. Con la vista perdida arrastré mis pies y mi soledad buscando el lugar más alto de Maracaibo… Todo había terminado para mí… ¡Pero he ahí, que un rayo de luz radiante fulminó a la Parca montada en mis espaldas aquella mañana! ¡Era la Luz de mi salvación, mi amigo! Allí, en el puerto de Maracaibo justamente, en el infierno mismo…
Nos echamos otro vaso al unísono… Hubo un momento de silencio. Quizás ambos nos dimos cuenta que nos estábamos emborrachando…
Allí en Maracaibo, como le digo, un santón persa de luengas barbas y túnica blanca estaba ante mí. Me dijo: -"Salud a ti, buen hombre que vives entre los malvados, y luminoso en medio de las tinieblas"-… Caí de rodillas sin saber cómo, y sin mi voluntad también, en un hilo de voz pregunté: -"Cómo están nuestros padres, los Hijos de la Luz, en su ciudad?"-. Y aquél Espíritu Viviente me contestó tan dulcemente: -"Están bien"-. Entonces miré en mi derredor y rompí en llanto. Mi voz brotó como león rugiente… Mesándome los cabellos golpeé mi pecho y dije: -"Maldito, maldito sea el creador de mi cuerpo, el que unió a él mi alma, y los rebeldes que me sojuzgaron!
“Papito Eusebio, mi primer maestro, me lo había advertido…”
Norberto sollozaba copiosamente recordando sus lágrimas de Maracaibo… Estiré la mano, cerrando las cortinas de nuestro reservado.
Pero en medio de mis llantos, continuaba Norberto, aquella forma de hombre me reveló entonces que no era el Señor quien había creado mi cuerpo, sino el Demiurgo. Agregando: -"Limpia tu rostro, limpia tus manos, limpia tu alma. Tu Patria de Luz te espera"-. Y entonces su figura se diluyó en el éter y yo me quedé allí de hinojos, con los brazos abiertos en cruz, como un coral negro, cegado por la pesada luz caribeña y por mis lágrimas negras… Mani, en persona, me había visitado para consolarme. ¡Ay, mi amigo! Esa es una historia muy terrible…
A esa altura las palabras de Norberto Zugarramundi salían más roncas y pesadas de sus labios, parecían caer al piso… Rebotando llegaban a mis oídos luego de un largo viaje... Yo no distinguía bien si estaba despierto o soñaba. El vino parecía una substancia gaseosa que invadía mi cerebro como una neblina… Seguramente me quedé dormido mientras Norberto murmuraba:
-La salvación tiene un camino largo y zigzagueante...
No estoy seguro si quedó otro silencio…
-Luego del momento de la revelación, mi amigo, continúa la práctica cotidiana, tumba del espíritu…
… ¿Otro silencio…? Desde muy lejos escuché un rumor que decía algo…
-Renunciar a los sentidos no es nada fácil…, mi amigo, nada fácil… Sobre todo… sobre todo… cuando… cuando…
Nelson Villagra
Vaudreuil-Dorion, 15 Nov. 2016