Descansando un instante del
sin sentido que entregan diariamente los medios de información, decidí revisar
unos escritos que tal vez un día sean parte de mis memorias. Y me encontré con
un fragmento que intenta dar una semblanza de mi ciudad natal en 1940.
Muchos vestigios del terremoto de Chillán de enero del
39 quedaban todavía en mi ciudad: muros destruidos, sitios eriazos con
escombros y por supuesto muchos edificios y viviendas en proceso de renovación
o construcción.
Chillán de aquellos años aún tenía una fuerte
presencia rural en su paisaje urbano, en sus habitantes, y en su espíritu.
Dentro del cuadrado de las cuatro avenidas, varias calles eran simples
terraplenes y otras poseían adoquines. Las más antiguas conservaban todavía
piedras de huevillo, y más tarde de adoquines. Más allá del perfecto cuadrado
de las cuatro avenidas, crecían las “poblaciones” que rodeaban la ciudad.
Reforzando la presencia rural en mi ciudad de aquel
tiempo, en las mañanas entraban a Chillán carretelas con productos de las
chacarerías y huertos cercanas que se instalaban en un costado del Mercado,
creándose allí una Feria Libre. Pero no solamente carretelas, porque también
llegaban carretas que viajaban 20 o 30 kilómetros para participar en aquella
Feria. Los campesinos venidos de lejos se quedaban en la ciudad, durmiendo bajo
la carreta, hasta liquidar su mercadería vendiéndola a veces “a precio de
huevo” (serían baratísimos los huevos, supongo).
La leche, se repartía por las calles de la ciudad a
caballo o en carretela, traída de los fundos cercanos que también solían
ofrecer panes de queso añejo y queso fresco expandiendo su perfume en el aire.
Del mismo modo entraban a la ciudad las carretas de
carbón, pequeñas, estrechas, con ruedas de madera maciza y altas barandas de
ramas. Pasaban por las calles vendiendo carbón a granel con su medida del
almud, o en sacos que aportaba el cliente: “¡Caarbón, caaarbón!!”
Así mismo, entraban a Chillán recuas de mulas venidas
de la costa, cargadas de cochayuyos y “pescá seca” (pescadilla), además de ristras
de cholgas y piures secos: “¡Coochayuyo y pescá seca, cooochayuyo y pescá
seca!”
Quiero decir, que el campo y su gente entraban
diariamente a la ciudad.
Chillán, además de tener tiendas y almacenes, contaba con diversos maestros y
vendedores ambulantes: soldadores; hojalateros; ropavejeros; afiladores de
cuchillos; vendedores de frutas, de dulces; vendedores de diarios y revistas;
barquilleros; heladeros; el elegante “vendedor viajero” que tocaba a tu puerta
ofreciendo joyas, relojes, lapiceras, cortes de tela; etc., etc., etc.. Todos, recorriendo la
ciudad, anunciándose con gritos publicitarios, con pitos, cuernos, en fin.
Eran tiempos en que pasaban volando por los cielos de
Chillán, grandes bandadas de “choroyes” de sur a norte o de norte a sur,
dependiendo de la estación del año. En aquel tiempo los choroyes eran los
barómetros del tiempo, anunciaban buen o mal tiempo, dependiendo en qué
dirección volaban. Era una época en que los temporales, se anunciaban con una
gran manta negra de nubes, que surgía por el horizonte del norte de la ciudad,
y un par de horas después llovía dos semanas seguidas y más.
Las calles de Chillán en sentido Este-Oeste se
transformaban literalmente en ríos, porque todos los años se desbordaba “el Canal
de la Luz” y/o el Estero de las Toscas que corría un trecho por el lado Este de
la ciudad para bajar luego hacia el Oeste.
Y claro, ironías de la vida, el barrio más afectado,
el que pasaba las peores tristezas del invierno solía ser “Villa Alegre”, que
quedaba hacia el Oeste, cruzando la línea del tren, avenida que terminaba en el
Cementerio de la ciudad.
Pero en fin, además de vivir en una ciudad que tenía
muy presente el mundo agrario, yo tuve una relación directa con ese mundo por
raigambre materna, a 46 kilómetros hacia el sudeste de Chillán. En el pueblo de
El Carmen, subiendo hacia Los Puquios, viví años fundacionales de mi
personalidad.