Hace un par de semanas, regresé de Chile
– mi país natal - luego de 8 meses de estadía a propósito de un trabajo
artístico. Trabajo que me obligó a permanecer en Santiago, la capital, ciudad
loca y agobiante.
Quizás como nunca antes, esta vez se me
hizo muy presente que hace 38 años que salí de mi país. 38 años que no pasan en
balde. Si mal no recuerdo, tenía 37 cuando hube de abandonar aquella extraña
larga faja de tierra.
Y digo extraña, porque cualquiera que
mire el mapa físico de diversos países, esta delgada franja terrena que corre a
partir de Arica por el norte hasta Punta Arenas por el sur, cercada por la
cordillera de Los Andes por el Este y el Pacífico por el Oeste, resulta
singular.
Sin embargo, este “largo pétalo de mar y
vino y nieve” (al decir de Neruda), no termina en Punta Arenas, sino que
atravesando el Estrecho de Magallanes, aún hay que agregarle un gran pedazo de
Tierra del Fuego, y luego otro fragmento no despreciable de la Antártica.
Y es singular también que esta delgada
franja, a medida que avanza hacia el sur, se vaya desgranando en una infinidad
de islas e islotes, archipiélagos laberínticos donde se puede extraviar hasta
el marino más avezado…
Agréguele a eso la Isla Juan Fernández –
de triste memoria por un accidente aéreo -; la Isla de Pascua con sus
enigmáticos Mohai; la Isla Santa María – de triste y negro recuerdo -; la Isla
Dawson aún de más triste y sobre todo vergonzosa memoria. En fin, les puedo
asegurar que hay muchas islas, cada una con su historia.
Y si usted se adentra en el país, en el
territorio continental, es posible que perciba que curiosamente la ciudad de
Santiago, por ejemplo, está constituida por tantos archipiélagos, como familias
y consumidores la habitan.
Esa fue la impresión que me dejó
Santiago. Y yo no sé si es verdad que “Santiago es Chile”.
Pienso que a pesar de todo, el avance de las
comunicaciones internacionales han disminuido nuestra insularidad… Pero al
parecer, en general, los habitantes no han podido evitar el contagio de las islas
y archipiélagos…