jueves, 6 de julio de 2017

REMINISCENCIAS




Cuando crecí y comencé a ver pinturas o litografías de la Edad Media, cuando vi el cine de época, cuando comencé a leer, me di cuenta que efectivamente en 1940 durante las vacaciones de mi infancia, yo había vivido en una atmósfera del Siglo XIII en el pueblo de El Carmen (Ñuble) y sus alrededores: el vestuario, las costumbres; las formas de trabajo, ayudándose los vecinos unos con otros; la relación con la naturaleza y lo divino, mezcla de paganismo y cristianismo; la autoridad del cura; y el respeto a los “señores de la zona”.

El dinero líquido circulaba muy escasamente, todo era por trueque: tantos huevos igual tantas velas o parafina (kerosén); tantas gallinas tanta tela; estos pollos por el azúcar y la manteca, etc.

En ese tiempo, varios de los campesinos que conocí se pusieron zapatos por primera vez cuando hicieron el Servicio Militar. ¡Y cómo les costó acostumbrarse a los duros bototos! Esa Edad Media del campo de la zona central chilena todavía en la década de 1940, siendo muy pintoresca en el recuerdo, era sin embargo una vida muy dura para los pequeños propietarios agrícolas.

Cuando niño vi cosechas de trigo tan modestas que bastaban una o dos personas golpeando los manojos de espigas contra el suelo para cosechar un medio quintal.

Pero estuve también en trillas de trigo con 50 yeguas, en dos “Eras”. En las trillas se mezclaban el trabajo, la religiosidad, el paganismo, la superstición, y las damajuanas o cueros de vino tinto.

A propósito, en la puebla de los Troncoso, recuerdo a un grupo abigarrado de siete u ocho mujeres bajo un gran castaño que había en la parte alta de la loma invocando al viento. Sí, invocando al viento... Sucedía que cuando terminaba la trilla a yegua había que aventar el trigo arrumado en la “Era” para separarlo de la paja. A veces no había viento, ni siquiera una brisa. Entonces las mujeres – las recuerdo con sus trajes negros, faldas largas hasta los tobillos, sus pañuelos en la cabeza -, se reunían allí cerca de la Era, y comenzaban a gritar en coro con voz aguda y monótona:

-“¡Poto roto, poto rooooto, potoooo roootoooo! ¡Poto roto, poto roto, poto roooootoooo!”.

Aquello adquiría una atmósfera ceremonial, porque en realidad era un conjuro que rebotaba como eco por el monte una y otra vez.

¿Y qué creen ustedes?... ¡El viento venía! ¡Con el conjuro se invocaba al viento, y el viento venía, como el galán que se pasea ostentoso por la sala de baile! ¡El viento venía como chiquilla “chijeta” que mueve la falda mostrando casi hasta la rodilla! ¡Era maravilloso! ¡El viento venía…!

Los hombres agradecidos, con sus palas de madera comenzaban a lanzar el trigo al aire, y una lluvia dorada de paja se alejaba con el viento, mientras los granos de trigo caían ruidosos sobre la tierra endurecida de la Era…


sábado, 1 de julio de 2017

“EN CHILLÁN PLANTÉ UNA ROSA…”




Descansando un instante del sin sentido que entregan diariamente los medios de información, decidí revisar unos escritos que tal vez un día sean parte de mis memorias. Y me encontré con un fragmento que intenta dar una semblanza de mi ciudad natal en 1940.

Muchos vestigios del terremoto de Chillán de enero del 39 quedaban todavía en mi ciudad: muros destruidos, sitios eriazos con escombros y por supuesto muchos edificios y viviendas en proceso de renovación o construcción.

Chillán de aquellos años aún tenía una fuerte presencia rural en su paisaje urbano, en sus habitantes, y en su espíritu. Dentro del cuadrado de las cuatro avenidas, varias calles eran simples terraplenes y otras poseían adoquines. Las más antiguas conservaban todavía piedras de huevillo, y más tarde de adoquines. Más allá del perfecto cuadrado de las cuatro avenidas, crecían las “poblaciones” que rodeaban la ciudad.

Reforzando la presencia rural en mi ciudad de aquel tiempo, en las mañanas entraban a Chillán carretelas con productos de las chacarerías y huertos cercanas que se instalaban en un costado del Mercado, creándose allí una Feria Libre. Pero no solamente carretelas, porque también llegaban carretas que viajaban 20 o 30 kilómetros para participar en aquella Feria. Los campesinos venidos de lejos se quedaban en la ciudad, durmiendo bajo la carreta, hasta liquidar su mercadería vendiéndola a veces “a precio de huevo” (serían baratísimos los huevos, supongo).

La leche, se repartía por las calles de la ciudad a caballo o en carretela, traída de los fundos cercanos que también solían ofrecer panes de queso añejo y queso fresco expandiendo su perfume en el aire.

Del mismo modo entraban a la ciudad las carretas de carbón, pequeñas, estrechas, con ruedas de madera maciza y altas barandas de ramas. Pasaban por las calles vendiendo carbón a granel con su medida del almud, o en sacos que aportaba el cliente: “¡Caarbón, caaarbón!!”

Así mismo, entraban a Chillán recuas de mulas venidas de la costa, cargadas de cochayuyos y “pescá seca” (pescadilla), además de ristras de cholgas y piures secos: “¡Coochayuyo y pescá seca, cooochayuyo y pescá seca!”

Quiero decir, que el campo y su gente entraban diariamente a la ciudad.

Chillán, además de tener tiendas y almacenes, contaba con diversos maestros y vendedores ambulantes: soldadores; hojalateros; ropavejeros; afiladores de cuchillos; vendedores de frutas, de dulces; vendedores de diarios y revistas; barquilleros; heladeros; el elegante “vendedor viajero” que tocaba a tu puerta ofreciendo joyas, relojes, lapiceras, cortes de tela;  etc., etc., etc.. Todos, recorriendo la ciudad, anunciándose con gritos publicitarios, con pitos, cuernos, en fin.

Eran tiempos en que pasaban volando por los cielos de Chillán, grandes bandadas de “choroyes” de sur a norte o de norte a sur, dependiendo de la estación del año. En aquel tiempo los choroyes eran los barómetros del tiempo, anunciaban buen o mal tiempo, dependiendo en qué dirección volaban. Era una época en que los temporales, se anunciaban con una gran manta negra de nubes, que surgía por el horizonte del norte de la ciudad, y un par de horas después llovía dos semanas seguidas y más.

Las calles de Chillán en sentido Este-Oeste se transformaban literalmente en ríos, porque todos los años se desbordaba “el Canal de la Luz” y/o el Estero de las Toscas que corría un trecho por el lado Este de la ciudad para bajar luego hacia el Oeste.

Y claro, ironías de la vida, el barrio más afectado, el que pasaba las peores tristezas del invierno solía ser “Villa Alegre”, que quedaba hacia el Oeste, cruzando la línea del tren, avenida que terminaba en el Cementerio de la ciudad.

Pero en fin, además de vivir en una ciudad que tenía muy presente el mundo agrario, yo tuve una relación directa con ese mundo por raigambre materna, a 46 kilómetros hacia el sudeste de Chillán. En el pueblo de El Carmen, subiendo hacia Los Puquios, viví años fundacionales de mi personalidad.