domingo, 9 de diciembre de 2012

BUSCANDO EL PERSONAJE




-Tome asiento, me dijo don Jorge amablemente, señalándome una silla con asiento y respaldar de esterilla.

Él, se sentó sobre su cama. La habitación era relativamente amplia, de techo alto del cual caía un cordón eléctrico sosteniendo un bombillo en mitad del cuarto. El catre de bronce y un pequeño mueble adosado al muro sugiriendo un escritorio, era todo el mobiliario. Los muros tenían un color verde-hospital, color que parecía remarcar la frialdad y semipenumbras del cuarto.

-Me va a tener que disculpar por recibirlo en estas condiciones. Pero tengo que resignarme. Ahora esta es mi casa, agregó con una sonrisa no exenta de ironía.

-Don Jorge, quería pedirle permiso para grabar nuestra conversación, si me lo permite…

-Ah, sí, por supuesto. A mí me interesa que mi caso se conozca. Que todo el mundo sepa la crueldad y traición que se ha cometido conmigo…

Don Jorge se puso de pie y con dos pasitos cortos estuvo frente a lo que podía ser un escritorio. Tiró del único cajón y lo volvió a cerrar con un gesto automático, rutinario. Se volvió hacia mí y abrió los brazos, sonriente: “No hay nada”, me quiso decir.

En ese instante observé su aspecto. Me pareció simpático y cálido: rostro un poco cetrino, con una calva avanzada,  canoso, regordete y bajo de estatura, correctamente vestido – quizá, para esperarme -, resultaba un prototipo de burócrata jubilado, tal vez de una Notaría o quizás de Correos y Telégrafos.

-Hace 15 años que vivo aquí, dijo avanzando hacia el catre. Dicen que tengo 70 años. En fin…, agregó suspirando mientras se sentaba en la cama.

De pronto se tomó la cabeza con las dos manos moviéndola de un lado a otro:

-Yo me hubiera matado. Si por mí fuera, yo me hubiera matado… Me miró sonriendo tristemente: Pero no me dejan… Mientras tenga esta cabeza…, no me dejan. ¿Usted es periodista?

Dudé un instante… “Soy actor…”, contesté tímidamente…

-¿Actor? ¿Como Cagney, James Cagney, el chico malo del cine? ¿Y usted trabaja en los Estados Unidos?

-No, aquí… Pero eso no importa. Dígame, don Jorge, ¿por qué ha querido matarse…?

-¿Cómo es su nombre?

-Nelson…

Don Jorge guardó silencio unos instantes… Poniéndose de pie fue hasta la puerta de la habitación. Echó una mirada hacia el exterior a través de los visillos y cerró los postigos. Volvió sobre sus pasos y se sentó en la cama.

-Ay, mi Señor, suspiró… ¿Le ha contado el señor Barrales por qué estoy aquí?

-No… Me dijo que usted quizás querría contármelo…

-Mire, don Nelson… Ya usted debe saber que la ambición y la traición son como hermanas siamesas…, siempre andan juntas… ¿Por qué estoy aquí?... Por la ambición de mi hija… Una chica a quien le di todo: educación, cariño, incluso después que murió su madre, yo la seguí criando. Era mi hija, imagínese. Se tituló de Contadora. Era casi tan inteligente como yo. Porque yo siempre me distinguí por mi inteligencia, desde niño. Pero, bueno, ella comenzó a manejar mis propiedades: dos casas-quintas, aquí en las afueras de la ciudad. Una viña y mi casa familiar. Ella y yo solos. Vivíamos solos. Pero se casó y no bien tuvo su primer hijo, comenzó a exigirme que vendiera esto o lo otro para dárselo a ella. Vendí la primera casa. Al segundo hijo me exigió la otra casa. ¿Se imagina?... En una palabra, me quitó todo, todo. Las casas, la viña, todo. Se las arregló para declararme loco y de quedó con todo…. Imagínese mi amargura…, mi tristeza… Mi propia hija… Me fui, pues… ¿Qué otra cosa podía hacer? Decidí irme de la casa. Me fui de la casa… Me arranqué, se puede decir… Me fui a la Argentina. Y allí estaba Perón, José Domingo Perón, el presidente…

Don Jorge hizo una pequeña pausa. Movía su cabeza de un lado a otro…

-La gente mala está en todas partes, mi amigo, continuó. No bien llegué a Argentina, los argentinos se dieron cuenta de mi inteligencia. Dijeron: este es el hombre que nos conviene. Ya, así lo hacemos. ¿Y sabe qué hicieron estos malvados? Me cortaron la cabeza y se la pusieron a Perón. Y la cabeza de Perón me la pusieron a mí. Y no ha habido manera de rescatar mi cabeza. He reclamado de todas las maneras. Aquí, el doctor Barrales sabe muy bien todo esto. Él es testigo de la felonía de los argentinos. El doctor Barrales ha reclamado ante el gobierno argentino. Al doctor le he entregado montones de cartas, para que las publiquen los diarios, para que denuncien a mi hija y a Perón. No es normal tener que andar con la cabeza de otro, no sé si me entiende… Tengo que recuperar mi cabeza y todas mis propiedades… ¿ No cree usted? ¿Qué le parece?

En ese momento, ingresó a la habitación el Doctor Barrales.

-¿Y qué le parece, Jorge, le ha gustado la visita de este artista?

-Muy atento este joven. Él ya lo sabe todo. Seguro que me va ayudar. ¿Por casualidad es usted amigo de Gardel, de Carlos Gardel? Ese artista nos podría ayudar mucho.

-Bien, don Jorge, dijo el doctor, no se preocupe. Va a llegar el día en que le harán justicia. Entre todos estamos ayudando, ¿no es cierto don Nelson?

-Claro que sí, dije. Bueno, don Jorge, encantado de conocerle… Y cuente conmigo. Por mi boca se enterarán muchos de la perfidia de su hija y de Perón.

Salí de la habitación acompañado del doctor, quien en el camino me repetía el diagnóstico de don Jorge, quien efectivamente estaba aquí en el Pensionado del Hospital Siquiátrico desde hacía 15 años.  Al doctor le cabían dudas si en un principio no existió efectivamente una confabulación familiar en la demencia de don Jorge. El doctor, admitía que la desilusión o el desencanto podrían haber apurado el deterioro mental que le hizo perder el contacto con la realidad.

¿Con la realidad…? Es la pregunta que me acompaña hoy, recordando a don Jorge aquella tarde de 1999: ¿dónde está la línea divisoria entre la realidad y la alucinación? Don Jorge lo había narrado con tanta convicción. Con su cara amable, sin aspavientos, sin ningún gesto de los que generalmente definimos como gestos de un “loco”.

¿Y el grupo de evangélicos que cantaba y predicaba esa tarde más allá, en el patio de los enfermos crónicos? ¿Quiénes eran? Sus cantos, sus palabras de la prédica eran idénticas a la de sus hermanos de la calle. ¡Qué convicción, que profunda fe denotaban sus cantos y prédicas…!

¿Dónde está la diferencia entre la cordura y la locura?

Visitando el Siquiátrico en Santiago de Chile aquella tarde de 1999,  no era fácil definirla… 

¿Y mirando este mundo a fines de 2012, es acaso más fácil…?