-Tome
asiento, me dijo don Jorge amablemente, señalándome una silla con asiento y
respaldar de esterilla.
Él,
se sentó sobre su cama. La habitación era relativamente amplia, de techo alto
del cual caía un cordón eléctrico sosteniendo un bombillo en mitad del cuarto.
El catre de bronce y un pequeño mueble adosado al muro sugiriendo un
escritorio, era todo el mobiliario. Los muros tenían un color verde-hospital,
color que parecía remarcar la frialdad y semipenumbras del cuarto.
-Me
va a tener que disculpar por recibirlo en estas condiciones. Pero tengo que
resignarme. Ahora esta es mi casa, agregó con una sonrisa no exenta de ironía.
-Don
Jorge, quería pedirle permiso para grabar nuestra conversación, si me lo
permite…
-Ah,
sí, por supuesto. A mí me interesa que mi caso se conozca. Que todo el mundo
sepa la crueldad y traición que se ha cometido conmigo…
Don
Jorge se puso de pie y con dos pasitos cortos estuvo frente a lo que podía ser
un escritorio. Tiró del único cajón y lo volvió a cerrar con un gesto
automático, rutinario. Se volvió hacia mí y abrió los brazos, sonriente: “No
hay nada”, me quiso decir.
En
ese instante observé su aspecto. Me pareció simpático y cálido: rostro un poco cetrino,
con una calva avanzada, canoso, regordete
y bajo de estatura, correctamente vestido – quizá, para esperarme -, resultaba
un prototipo de burócrata jubilado, tal vez de una Notaría o quizás de Correos
y Telégrafos.
-Hace
15 años que vivo aquí, dijo avanzando hacia el catre. Dicen que tengo 70 años.
En fin…, agregó suspirando mientras se sentaba en la cama.
De
pronto se tomó la cabeza con las dos manos moviéndola de un lado a otro:
-Yo
me hubiera matado. Si por mí fuera, yo me hubiera matado… Me miró sonriendo
tristemente: Pero no me dejan… Mientras tenga esta cabeza…, no me dejan. ¿Usted
es periodista?
Dudé
un instante… “Soy actor…”, contesté tímidamente…
-¿Actor?
¿Como Cagney, James Cagney, el chico malo del cine? ¿Y usted trabaja en los
Estados Unidos?
-No,
aquí… Pero eso no importa. Dígame, don Jorge, ¿por qué ha querido matarse…?
-¿Cómo
es su nombre?
-Nelson…
Don
Jorge guardó silencio unos instantes… Poniéndose de pie fue hasta la puerta de
la habitación. Echó una mirada hacia el exterior a través de los visillos y
cerró los postigos. Volvió sobre sus pasos y se sentó en la cama.
-Ay,
mi Señor, suspiró… ¿Le ha contado el señor Barrales por qué estoy aquí?
-No…
Me dijo que usted quizás querría contármelo…
-Mire,
don Nelson… Ya usted debe saber que la ambición y la traición son como hermanas
siamesas…, siempre andan juntas… ¿Por qué estoy aquí?... Por la ambición de mi
hija… Una chica a quien le di todo: educación, cariño, incluso después que
murió su madre, yo la seguí criando. Era mi hija, imagínese. Se tituló de
Contadora. Era casi tan inteligente como yo. Porque yo siempre me distinguí por
mi inteligencia, desde niño. Pero, bueno, ella comenzó a manejar mis
propiedades: dos casas-quintas, aquí en las afueras de la ciudad. Una viña y mi
casa familiar. Ella y yo solos. Vivíamos solos. Pero se casó y no bien tuvo su
primer hijo, comenzó a exigirme que vendiera esto o lo otro para dárselo a
ella. Vendí la primera casa. Al segundo hijo me exigió la otra casa. ¿Se
imagina?... En una palabra, me quitó todo, todo. Las casas, la viña, todo. Se
las arregló para declararme loco y de quedó con todo…. Imagínese mi amargura…,
mi tristeza… Mi propia hija… Me fui, pues… ¿Qué otra cosa podía hacer? Decidí
irme de la casa. Me fui de la casa… Me arranqué, se puede decir… Me fui a la
Argentina. Y allí estaba Perón, José Domingo Perón, el presidente…
Don
Jorge hizo una pequeña pausa. Movía su cabeza de un lado a otro…
-La
gente mala está en todas partes, mi amigo, continuó. No bien llegué a Argentina,
los argentinos se dieron cuenta de mi inteligencia. Dijeron: este es el hombre
que nos conviene. Ya, así lo hacemos. ¿Y sabe qué hicieron estos malvados? Me
cortaron la cabeza y se la pusieron a Perón. Y la cabeza de Perón me la
pusieron a mí. Y no ha habido manera de rescatar mi cabeza. He reclamado de todas
las maneras. Aquí, el doctor Barrales sabe muy bien todo esto. Él es testigo de
la felonía de los argentinos. El doctor Barrales ha reclamado ante el gobierno
argentino. Al doctor le he entregado montones de cartas, para que las publiquen
los diarios, para que denuncien a mi hija y a Perón. No es normal tener que
andar con la cabeza de otro, no sé si me entiende… Tengo que recuperar mi
cabeza y todas mis propiedades… ¿ No cree usted? ¿Qué le parece?
En
ese momento, ingresó a la habitación el Doctor Barrales.
-¿Y
qué le parece, Jorge, le ha gustado la visita de este artista?
-Muy
atento este joven. Él ya lo sabe todo. Seguro que me va ayudar. ¿Por casualidad
es usted amigo de Gardel, de Carlos Gardel? Ese artista nos podría ayudar
mucho.
-Bien,
don Jorge, dijo el doctor, no se preocupe. Va a llegar el día en que le harán
justicia. Entre todos estamos ayudando, ¿no es cierto don Nelson?
-Claro
que sí, dije. Bueno, don Jorge, encantado de conocerle… Y cuente conmigo. Por
mi boca se enterarán muchos de la perfidia de su hija y de Perón.
Salí
de la habitación acompañado del doctor, quien en el camino me repetía el
diagnóstico de don Jorge, quien efectivamente estaba aquí en el Pensionado del
Hospital Siquiátrico desde hacía 15 años.
Al doctor le cabían dudas si en un principio no existió efectivamente
una confabulación familiar en la demencia de don Jorge. El doctor, admitía que
la desilusión o el desencanto podrían haber apurado el deterioro mental que le
hizo perder el contacto con la realidad.
¿Con
la realidad…? Es la pregunta que me acompaña hoy, recordando a don Jorge
aquella tarde de 1999: ¿dónde está la línea divisoria entre la realidad y la
alucinación? Don Jorge lo había narrado con tanta convicción. Con su cara
amable, sin aspavientos, sin ningún gesto de los que generalmente definimos
como gestos de un “loco”.
¿Y
el grupo de evangélicos que cantaba y predicaba esa tarde más allá, en el patio
de los enfermos crónicos? ¿Quiénes eran? Sus cantos, sus palabras de la prédica
eran idénticas a la de sus hermanos de la calle. ¡Qué convicción, que profunda
fe denotaban sus cantos y prédicas…!
¿Dónde
está la diferencia entre la cordura y la locura?
Visitando
el Siquiátrico en Santiago de Chile aquella tarde de 1999, no era fácil definirla…
¿Y
mirando este mundo a fines de 2012, es acaso más fácil…?