sábado, 24 de octubre de 2009

TOUMAÏ Y LOS WATONES


Cuando el homínido Toumaï, por allá por los 7.000.000 de años atrás, y sus contemporáneos prehistóricos – los watones - descubrieron que sus pies y manos dejaban huellas sobre la arena, cuentan los ancianos que aquello les provocó una risa incontenible. Cuentan que Toumaï y los watones, enseguida se lo comunicaron a su suegra, a sus mujeres y a sus hijos que estaban sobre unas rocas mariscando aquella tarde.

-“¡Paká, paká!”, les llamaron.

Bajaron los familiares de las rocas y cuando pisaron la arena, los watones riéndose les señalaban la arena:

-“¡awaiten, awaiten la weá!”.

Y cuando la horda tomó conciencia de sus propias huellas, sus carcajadas de felicidad se confundieron con los graznidos de las gaviotas que revoloteaban sobre un cardumen de peces. Sacaban el pie, pero éste parecía quedarse pegado en la arena.

Pasaron unos cuantos millones de años, y entonces fueron los homo sapiens, quienes mirando en los atardeceres aquella revelación de las huellas en la arena se tomaban la cara admirados:

-“¡awaita, el piececito de mi wachito!”, decía la mamá…

Sin embargo las risas y la felicidad terminaron convirtiéndose en gritos de rabia esa tarde porque no pudieron vencer a las olas que en cada embiste borraban sus huellas. Entre los homo sapiens, el viejito watón no pudo dormir aquella noche, meditando sobre el fenómeno que había observado en la playa.

Otro asunto que tenía enrabiados a los homo sapiens, era que no podían correr más rápido que su sombra. Hasta que un ludópata, homo sapiens sapiens, que se había infiltrado entre ellos, les apostó que él era capaz de lograrlo:

-“Mis colmillos de mamut, contra la cueva que habitamos”, dijo el avispado.

-“Hecho cochecho” le contestaron.

Todos esperaron con expectación lo que haría el ludópata. Este, miró en dirección al sol y dijo “¡awaiten!”, echando a correr en contra de la luz.

¡Oh, maravilla, la sombra nunca lo pudo alcanzar!

Desde ese día la horda tuvo que pagarle el arriendo al avispado ludópata para vivir en la caverna. Como no había billetes, le pagaron con colmillos de mamut, wenas minas, en fin.

Pasaron otros cuantos millones de años, y un día sucedió que un viejito watón, sapiens sapiens, calentándose al fuego tomó un tizón para avivar las brasas, y luego quiso agarrar un pedazo de carne. Como no tenía servilleta se limpió las manos en el muro, y oh maravilla, las huellas de sus manos quedaron impresas en el muro. “¡La wuella, la wuella!”, se emocionó el viejito watón.

El resto de la prehistoria ya se sabe, todo el mundo se puso a estampar sus manos en el muro. De tal manera que ya nunca se pudo distinguir cuáles eran las manos del viejo Watón, de Wanolito, Wanolete y del Weón. Todo quedó superpuesto: las manos, los cazadores, los mamut, etc.
Asunto que ha tenido profundas repercusiones hasta el día de hoy. Porque todos seguimos intentando dejar nuestra huella identitaria, sin acabar de comprender que nuestra propia vida es una amalgama de superposiciones que hace imposible el YO, casto y puro, tal como supuso el viejito Watón.

De manera que no nos queda otra alternativa que refugiarnos en el mito, en el mito de la identidad individual, y/o nacional. Y que como tal – mito – resulta vivificador, energético, diferenciador.

Pero la pura y santa verdad, es que somos un cóctel de innumerables etnias que no terminan de agitarse. Ya podemos tener ojos redondos, alargados, ya podemos ser negros, amarillos o blancos, pobres o ricos, la mezcla nos sigue definiendo.

Yo nací y me crié en un país de evidentes mezclas en cuya coctelera se siguen agregando toques étnicos y culturales. Y resido actualmente en otro Estado Nacional – Canadá o el Québec, como usted prefiera - en el cual conviven más de 85 etnias, incluidas las autóctonas. Ninguna de ellas llegó pura a estas playas ni mucho menos permanecerá incólume.

Es evidente que todos los pueblos, sus habitantes, han impreso “por escrito” sus manos sobre el muro, quiero decir, su cultura: un modo peculiar de sentir y comprender la realidad. Y ese sí, es un derecho legítimo de pueblos y naciones.

Sin embargo, aunque nos desgañitemos gritando contra el mar: soy distinto porque soy Inglés, amazigh, francés, vasco, soy español, dwamiche, soy chileno, mapuche, etc., las olas del mar continuarán borrando nuestros gritos.

Quizás el viejito watón, la viejita watona, wanolito y el weón, reconvertidos hoy en su esencia, es decir, en polvo de estrellas, nos miran sonrientes viendo las olas de inmigrantes que cruzan fronteras diariamente, legal o ilegalmente, tal como viene sucediendo desde hace milenios, transformando su Yo y el nuestro a cada instante.

Los watones, abrazados con el homínido Toumaï, hoy comprenden con humildad que sólo fueron y son energía, y como tal no comenzaron ni terminaron, sólo se transformaron.

Nuestros ancestros, con la sabiduría que le atribuimos a la Muerte, se ríen amargamente de nosotros viéndonos cómo intentamos defender con soberbia los obsoletos conceptos raciales de nuestro YO, puro, original e inmaculado.

Si confundimos la necesidad cultural de ser diferentes, con la pretensión biológica de ser distintos, seguiremos petrificados en una concepción intrínsecamente excluyente, reaccionaria, elitista, racista y agresiva, con todas las graves consecuencias sociales que esa concepción ha provocado históricamente.