Siete años después de un devastador terremoto que en 1939 había destruido mi ciudad natal dejando miles de muertes, regresamos con mi familia a vivir al barrio y lugar donde yo había nacido.
En ese tiempo tuve un amigo de infancia, Tito, quien vivía enfrente de casa. Él era un muchachito de voz ronca y lleno de iniciativas. Ambos teníamos 6 o 7 años de edad, aunque creo recordar que mi amigo era un año mayor. Mantuvimos 3 años de intensa amistad. Mis padres conocían a su familia desde antes que yo naciera.
Desde que conocí a Tito siempre, éste siempre disponía de dinero. No eran sumas importantes, pero diríamos, significativas para la edad que ambos teníamos.
Mi amigo, continuamente me invitaba a acompañarlo al dormitorio de su hermano y allí comenzaba a buscar en los bolsillos de los pantalones y chaquetas de aquél: -“Este maricón, siempre me quita la plata que me da mi padrino y me la esconde”, decía mientras hurgaba en las pertenencias ajenas.
No recuerdo las cantidades exactas que mi amigo aparentemente solía encontrar entre las ropas de su hermano, pero sí recuerdo lo bien que lo pasábamos durante dos o tres días con ese dinero: leche con plátano con un pelo de vainilla; anillos de bronce con caras de calaveras o indios norteamericanos; insignias diversas; Vitamaltina, una bebida con color de cerveza negra pero sin alcohol, antes por el contrario, con vitaminas. Pasteles, chocolates, entradas al cine, y por monería comprábamos además cigarrillos aunque yo fumaba un par de ellos y el resto los regalaba. “Capstang” o algo así creo que era la marca de uno de ellos, y otros mentolados cuyo nombre no recuerdo.
Los padres de Tito, dueños de un taller de mecánica de automóviles, también enfrente de casa, estaban ya separados desde hacía unos tres años. La madre, una mujer alta, buena moza, vivía en algún otro lugar de la ciudad, pero se fue a vivir a la capital algunos meses después de haber regresado nosotros al barrio. Nunca me enteré de las razones precisas del rompimiento de ese matrimonio porque en mi casa – en mi presencia, al menos – se hablaba de ello a “media lengua”. Y mi amigo nunca hablaba de su madre, aunque solía decir que algún día se iría a Santiago, la capital.
Pero en fin. Las primeras veces que acompañé a Tito al dormitorio de su hermano me pareció perfectamente legítimo que él quisiera recuperar el dinero que le quitaba su hermano tan abusador. Sin embargo al correr del tiempo la cosa comenzó a resultarme sospechosa porque el hermano mayor comenzó a quejarse de la desaparición de su dinero. Las sospechas recayeron como siempre en la empleada del servicio doméstico, pero siendo ésta una humilde mujer que servía por varios años en casa de Tito se descartó su responsabilidad.
Un día el padre de Tito le preguntó a éste en mi presencia si sabía algo de ese dinero: -“No tengo idea, papá”, contestó con seguridad mi amigo. Sin embargo cuando el padre me preguntó también si sabía algo, yo, turbado, sólo atiné a mover la cabeza negativamente.
Luego de aquel breve interrogatorio, cuando estuvimos solos le dije a mi amigo que debía decirle a su padre que su hermano era un abusador que le quitaba el dinero: -“Lo quiero mucho, me dijo. Es mi hermano, por eso no le digo la verdad a mi papá”.
Sin embargo como su hermano comenzara a tomar precauciones, los bolsillos de su ropa ya no “escondían” el dinero de mi amigo. Era realmente un mal hermano. Problema. ¿Cómo seguiríamos dándonos la vida de reyes, ahítos de pasteles, plátanos, golosinas, cine y cigarrillos? Sin embargo, Tito se las arreglaba para aparecer con unos cuantos pesos para chocolates, el cine, etc. Siempre me hablaba de un generoso padrino que solía regalarle dinero.
Un día Tito me dijo: -“Vamos donde mi padrino”. Yo partí feliz con él ante la perspectiva de conocer al filántropo que nos permitía vivir una infancia tan desahogada. El padrino resultó ser el dueño de un Bar-Restaurant cercano a la plaza principal de la ciudad. Era un local de mucho prestigio en esos años. Serían las 11 de la mañana de un día sábado cuando llegamos al bar. Dos parroquianos de pié junto a la barra bebían un vino:
-“¡Ahijado! Cómo estás picaronazo”, dijo el filántropo desde detrás de un grueso y hermoso mesón caoba oscuro. Y sin perder el buen humor, preguntó enseguida:
–“¿Qué prefieren, Bilz o Papaya?”, dos bebidas populares en ese entonces.
Mientras nos instalábamos en los altos taburetes de la barra, Tito me preguntó:-“¿Qué querís tú?”
-“Papaya”.
Él, prefirió una Bilz, y luego de contestar de cómo estaban sus padres y la tía no sé cuánto, continuamos sirviéndonos las bebidas. De pronto mi amigo dijo con su típica y simpática voz ronca, como de fumador:
-“Padrino, si usted tiene algo que hacer adentro yo puedo cuidar aquí…”
-“No, no, adentro está la patrona, como tú sabes. Aquí la comida se prepara bajo la vigilancia de tu madrina”.
-“Voy a saludarla, entonces, padrino”.
Partió mi amigo en pos de su madrina. En ese momento yo fui interrogado por el padrino, quien resultó conocer a mi padre - paramédico de los Ferrocarriles del Estado -, empresa en la cual el padrino había trabajado cuando joven como garzón del coche comedor de Ferrocarriles. En fin, la conversación corría por carriles fluidos debido a que el padrino de Tito era muy jovial y dicharachero. Comentándoles al par de clientes que lo peor era tener gente de servicio ladrona, les contaba el chiste de aquél que se robó una vaca y cuando fue sorprendido por los carabineros dijo “bah, ¿y quien me amarró ese animal a esta cuerda?”
El padrino era un caballero gordo y rubicundo de excelente humor. Entre las preguntas que me hacía y las bromas que intercambiaba con el par de parroquianos que habían pedido una segunda “vuelta”, realmente me había seducido, tanto, que deseé que fuese también mi padrino.
De pronto Tito apareció desde el interior del local caminando rápido:-“Nos vamos, padrino, en la casa me están esperando”.
-“Ahijado, por Dios, ¿que ya te recibiste de médico?”, lo dijo por lo breve de la visita.
-“Si, es que tengo que ver a un amigo…”
-“Bien, salúdame a la gente. Y dile a tu padre que necesito su consejo para comprar una camioneta de reparto…”
Salimos de aquel local cruzándonos con tres parroquianos que ingresaban al Bar. Tito se detuvo al borde de la acera un segundo mientras yo lo miraba un tanto extrañado por la repentina partida.
-“Vamos al mercado…”, dijo Tito con su voz ronca.
El Mercado de Chillán en los años de mi infancia era un lugar bullicioso y pintoresco. Los puestos de venta eran como casitas de madera: miles de artesanías, verdulerías, fruterías, cocinerías. Mil colores, olores y perfumes; pareja de ciegos cantando; más allá los evangélicos haciéndoles la competencia; en la otra esquina un vendedor con su maleta en el piso gritando a voz en cuello “¡yo no vengo a vender, yo vengo a regalar!” El organillero dándole vuelta a la manivela para que el viento de las diez flautas dejara escuchar esa linda ranchera-corrido: “Pajarillo, pajarillo/ que vuelas por el mundo entero/ llévale esta carta a mi adorada/ y dile que por ella muero…”
En fin, para nosotros, el Mercado era el lugar de las dichas, donde Tito desembolsaba “gruesas” sumas del dinero que había “recuperado” de su hermano o de Dios sabe dónde. Cinturones de cuero con preciosas hebillas… Pero bueno, esa mañana no había dinero… El padrino filántropo no le había dado plata a Tito…
-“¿Quieres comer papas rellenas?, preguntó mi amigo.
-“Ahí donde el Rolo las espolvorean con azúcar en flor, son ricas”, dije yo, relamiéndome de gusto. “Pero no tenemos plata”, agregué.
-“Mi madrina me dio ésto”, me dijo, mostrándome un billete de $50 entre otros varios. Un dineral para muchachitos de nuestra edad.
Efectivamente, en la cocinería llamada “Donde el Rolo” las papas rellenas eran exquisitas. Sin embargo mientras comía con mi amigo recordé inevitablemente la prisa con que Tito había salido luego de saludar supuestamente a su madrina. Tuve la sensación que yo estaba siendo cómplice de algo. En realidad fue en aquella oportunidad que acepté en mi interior que desde hacía tiempo me estaba haciendo el leso. Ya no estaba seguro de dónde salía su dinero, porque los bolsillos de su hermano no bastaban para “nuestro tren de vida”. Aunque la madrina…, quizás…
Pese a ello, luego de haber comido, pasamos a una fuente de soda para beber nuestra bilz y papaya y luego caminamos hasta la sección de artesanía del Mercado para comprar chucherías absolutamente innecesarias.
-“¡Yo fui borracho y ladrón, hermanos!”, se escuchaba a lo lejos la perorata de un evangélico, “robaba para tomar, hermanos. Se puede decir que yo era un perdío…”
Ese mediodía dije en mi casa que había comido en casa de Tito, que no tenía hambre. Me recosté en mi cama, meditabundo, incómodo, y quizás un poco asustado. Presentía que estaba siendo cómplice de algo incorrecto.
En eso estaba cuando apareció Checho, otro amigo, quien me invitaba a jugar una pichanga de fútbol en la cancha del Liceo. Partí con Checho, pero sin dejar de pensar que eran demasiadas las veces que mi amigo aparecía con cantidades de dinero inusuales en muchachos de nuestra edad. Y aunque él era un año mayor, eso no podía justificar su “solvencia económica”.
En gran parte por temor, y otro tanto por un sentido de culpa difuso, el viernes en la tarde llamé por teléfono a la casa de unos amigos alemanes que vivían a las afueras de la ciudad. Su madre, una alemana con ojos tan claros como el agua me tenía mucho cariño: -“Muy bonito, me dijo, que vienes al fin de semana, todo. El padre quiere cazar ahora. Viene aquí”.
El mayor de los hijos tenía 8 años y el otro tenía 6. Ambos eran muy rubios y muy bonitos, según recuerdo. Con el pelo tipo “príncipe feliz”. Yo iría todo el fin de semana. El lunes, puesto que mis amigos estudiaban en el mismo establecimiento, el padre nos llevaría a clases a los tres.
Mis padres habían ayudado a aquel matrimonio “gringo” cuando llegaron a Chile y mi madre había atendido el parto del segundo hijo nacido en Chile. Conservaban así una grata amistad.
Esta familia alemana vivía en un grupo habitacional cedido por el gobierno, compuesto de cinco casas de madera, separadas. Con una pequeña parcela de tierra cada una que los alemanes habían convertido en vergeles. Era aquella una pequeña colonia de alemanes. Los padres de mis amigos eran pues dos “gringos” con mucho acento, pero sobre todo maravillosas personas. El padre, don Friederich, tal vez 40 años, nos llevó a cazar al campo el domingo acompañados de un hermoso perro perdiguero y otro pequeño y chillón que no dejaba de morderle las patas al grande.
Durante ese fin de semana lo pasé muy bien. Mis amigos alemanes condiscípulos de escuela, eran, como decirlo, me resultaban un poco inocentes, toda la familia, simplemente porque eran buenísimas personas. Distintos a la generalidad de los chilenos. La señora Gertrudis, la madre, cocinaba como una diosa. Sus comidas agridulces, pese a ser yo chileno, siempre me gustaron. Y luego, ¡la repostería! Gertrudis era una virtuosa repostera.
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El lunes en la mañana, don Friederich, nos llevó a la escuela tal como estaba planeado. De manera que estuve toda la mañana en clases. Cuando llegué a casa al mediodía, creo que había olvidado a Tito y sus dineros. Sin embargo en cuanto mi madre fue informada de mi llegada me hizo llamar a la oficina de la Clínica Maternal que ella poseía, adosada a nuestra casa residencial. En tono severo me dijo:
-“Qué es esto de Tito. ¿Tú le has ayudado a robar?”
-“¿A robar? ¿Qué pasa? ¿Qué cosa robar?”, dije sin poder evitar un temblor de piernas repentino.
-“El dinero que se ha estado robando. ¿Tú has estado robando con él?
-“¡Pero no! ¡Tito siempre ha dicho que era su hermano el que le quitaba la plata!”
-“No se trata de eso. Tito le ha robado a su padrino, varias veces, y el sábado se metió por una ventana del garaje de su padre y se ha robado la paga de tres mecánicos. Quiero saber si tú estás metido en eso”.
-“Yo, no…”. Tenía una mezcla horrible de vergüenza y miedo…
-“¡A Tito lo andan buscando los carabineros, por orden de su padre!”, agregó mi madre. “Y esta tarde vendrá un carabinero a preguntarte cosas. Menos mal que conozco al capitán Gutiérrez, que si no te habrían llevado a la comisaría para interrogarte. ¡Alonso - era mi nombre -, necesito que me digas la verdad!”. El tono de mi madre sonaba perentorio y quizás un poco angustiado: “¡Prefiero saberlo de tu boca que tengo uno hijo ladrón, a que me lo diga un policía!”
-“Mamá…, dije a punto de llorar, yo no he robado nada, nunca…”
-“¡Qué vergüenza! ¡Y qué triste es enterarse que un padre debe mandar tomar preso a su propio hijo! ¡Claro, con una madre tan sinvergüenza como la de ese muchacho…!” Mi madre dijo lo último poniéndose de pie y saliendo de la habitación.
-“Yo no robé nada… yo no he robado nada…”, reclamé llorando solo en la oficina en medio de artefactos clínicos y vidrieras…
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Aquella tarde cuando llegó el carabinero se lo conté todo en presencia de mi madre. Mi padre aún no llegaba del trabajo. Una vergüenza menos.
-“Haga como si me estuviera contando un cuento, mi amigo… No se asuste, usted no tiene nada que ver en esto…”, me decía el carabinero induciéndome a que confesara todo.
Y entre lloriqueos conté lo que sabía, pero sobre todo admití que siempre había sospechado. En aquel tiempo no entendía lo que era delatar, o traicionar, y sin embargo – aunque tal vez sea el juicio de hoy – me sentí delatando y traicionando a Tito, mi amigo de infancia.
Creo que a partir de aquellas circunstancias cambió mi carácter, o di un salto, no sé si de madurez o simplemente tomé conciencia de lo que era el sentido de culpa. Aunque mi razonamiento no era tan claro como hoy, afectivamente supe lo que era la deslealtad y la hipocresía. Porque en mi interior, la lealtad – equivocada o no - me indicaba que debía mantenerme en lo que decía Tito: los dineros se los regalaba su padrino; y de otra parte recuperaba lo que su hermano le había quitado…
-“¡Cuéntale la verdad, hijo, decía mi madre, la verdad siempre te hará honrado…!”
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Pasaron los días, dos semanas tal vez. De Tito ya no se habló más en casa. No me atrevía a preguntar por él a sus familiares. Tenía miedo y vergüenza. Había llorado en las noches en mi cama dos o tres veces cuando el sentido de culpa me subía desde el estómago hasta apretar mi garganta.
Durante ese tiempo – como actos de expiación tal vez – me convertí en un estúpido “niño modelo”: de la casa a la escuela, de la escuela a la casa. No jugaba fútbol, ni al trompo ni a la “achita y cuarta”. Pasaban los días…, los días pasaban…
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Una tarde, estaba haciendo las tareas en el pequeño salón de la casa que daba a la calle. Una de mis hermanas practicaba en el piano “Para Elisa” de Beethoven, cuando un coche tirado por caballos - transporte público en aquellos años todavía – se detuvo frente a la casa de mi amigo Tito. Una mujer alta y elegante descendió del coche y subió las escaleras de la casa de mi amigo. La nana que nos había criado a todos vino con el cuento:
-“¡Se llevan al Tito para Santiago. Lo vino a buscar su madre…!”
Detrás de la nana aparecieron rápidamente una empleada, una enfermera y hasta mi propia madre. Todas se acercaron al ventanal para mirar desde detrás de los visillos.
-“¡Buen destino le espera a ese pobre crío con esa madre…!”, comentó mi madre con un tono que me hirió profundamente.
-“Venga, venga Fonsito – mi apelativo -, a mirar cómo se llevan a su amigo”, dijo la nana tirándome de la mano para llevarme junto al ventanal.
Al poco rato apareció Tito, repeinado, con corbata, abrigo beige cruzado y pantalones azules largos. Parecía un hombre. Su madre vestía un abrigo negro de astracán y un gran pañuelo verde al cuello, con un abundante pelo negro y ondulado. Una mujer hermosa. Más atrás apareció el padre de Tito en bata y camisa desabrochada. Un hombre bajo pero de aspecto simpático. Finalmente venía el hermano mayor trayendo una maleta. El cochero recibió la valija para ponerla en el portamaletas, mientras el hermano le dio un golpe suave en el pecho a Tito a manera de despedida y subió las escaleras de la casa.
El padre besó a la madre en la mejilla y despeinó un poco a Tito quien se retiró molesto intentando reordenar su peinado. Creo recordar que Tito intentó mirar hacia mi casa… Se subieron al coche y partieron. El padre dio media vuelta y subió las escaleras.
-“¿Vieron como ésa se las da de elegante?”, dijo mi madre, refiriéndose a la madre de Tito. “¡Como si una no supiera…! ¡De tal palo, tal astilla!”
Qué ganas tuve de gritarle a mi madre en ese momento. Me parecía una falta de compasión…. ¡Era mi amigo que se iba! ¡Quizás para siempre! ¡Mi amigo! ¡Mi amigo que seguramente supo toda mi traición!...
La gente de mi casa se retiró del ventanal y volvió a sus labores. Mi hermana continuó destrozando “Para Elisa”…
Yo sin embargo quedé pegado al ventanal… mirando la escalera de la casa de mi amigo Tito…
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Muchos años después, quizás 50 años, supe que Tito se había convertido en un profesional del delito. Murió joven, hacia los 30 años, asesinado en la calle…